En cierto sentido (solo en cierto sentido), el atentado contra Donald Trump ha tenido un inesperado y paradójico beneficiario en Joe Biden. Quienes pedían la cabeza del todavía presidente demócrata pensaban, precisamente, en lanzar el golpe definitivo esta semana. Ahora, sus voces han quedado acalladas. Comparado con el drama del mitin en Pensilvania, esa discusión habría parecido un politiqueo de poca altura. De modo que también Biden ha esquivado una bala, en su caso puramente metafórica, porque ya no habrá tiempo para descabalgarle antes de la convención demócrata en agosto. La carrera política de Biden sobrevive, pues, pero seguramente para perecer un poco más adelante. Esa es la otra razón por la que va a cesar el ruido de sables en el partido demócrata: porque se ha instalado la convicción de que ya da igual quién sea el candidato. No fueron ocho disparos los que se dirigieron contra Trump sino nueve, y es el noveno, el disparo de la cámara del fotógrafo de Associated Press, es el que ha dado en el blanco y quizás le vuelva a hacer presidente.
Mientras tanto, en estado de shock, los demócratas se aferran a una idea con poco recorrido: que por el ataque acabe revelándose la obra apolítica de un perturbado. Es lo más probable, pero eso poco importa. Buena parte de estos episodios, especialmente en Estados Unidos, tienen un componente narcisista o delirante (el hombre que intentó matar a Reagan quería impresionar a una actriz de cine, la mujer que disparó contra Ford estaba obsesionada con emular a Patricia Hearst). Lo político no está en quién quiere matar al político sino en el político al que quieren matar. Si en todas partes sobrevivir a un atentado confiere un aura de invencibilidad, esto es todavía más acentuado en un país como Estados Unidos, donde la política, especialmente la presidencial, es más personalista que en cualquier otro lugar del mundo salvo en las dictaduras. Lo crucial es que Trump se puso rápidamente en pie y no mostró miedo. En el subconsciente colectivo norteamericano, esos son los rasgos de carácter que se buscan para el que, significativamente, a veces, se llama «comandante en jefe» en vez de «presidente». Y no importa que sea verdad, basta con que lo parezca.
¿Cómo administrará Trump esta baraka, este nuevo capital político? Reagan usó el suyo para unir el país con la ironía que le salía natural; Ford lo malgastó a causa de la discreción de la que no era capaz de separarse. La muerte de Kennedy se presentó casi como un rito católico de redención del país; la de Lincoln desató una dura venganza. Trump tiene la oportunidad de elevarse o de empequeñecerse. Sabremos la respuesta cuando aparezca en la convención republicana de Milwaukee, la oreja herida como Van Gogh, probablemente el puño en alto y, quizás en algún momento, el peligroso eslogan «¡Lucha!». Por el momento se sabe que está reescribiendo su discurso. Ojalá que sea para bien, porque el tono que le imprima a la nueva versión determinará el de la campaña y, quizá, el de la política norteamericana en el futuro próximo.
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