La limitación de recursos, el fin de la Guerra Fría y la falta de alicientes científicos desaconsejaron las misiones tripuladas
04 feb 2024 . Actualizado a las 08:55 h.«Con la tecnología actual, deberíamos haber llegado a Marte hace 20 años», afirma rotundo Carlos González Pintado, que fue la primera persona en la Tierra en saber que el hombre había alcanzado la Luna. Recibió el 21 de julio de 1969, a través de la antena de la NASA instalada en Fresnedillas de Oliva, el mensaje del comandante del Apolo 11, Neil Armstrong, con la ya histórica frase: «El águila ha aterrizado».
Desde entonces ha pasado más de medio siglo y todo parece indicar que habrá que esperar como mínimo hasta la tercera fase de la misión Artemis, en septiembre del 2026, para que un ser humano vuelva a poner los pies en el suelo polvoriento del satélite. Habrán transcurrido entonces 53 años desde que en diciembre de 1972 Eugene Cernan, Ronald Evans y Harrison Schmitt protagonizaron con el Apolo 17 el último viaje humano a la Luna.
Los motivos de este retraso, o de este vacío de misiones tripulados, son varios y tanto González Pintado como otros dos científicos espaciales de primer nivel, Jesús Martínez Frías del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y Alejandro Cardesín Moinelo, de la Agencia Espacial Europea (ESA), desgranan los que ellos consideran más relevantes.
Para González, «el problema de verdad es el dinero». En los primeros de los 43 años que trabajó para la NASA, la agencia disponía de «todo el dinero del mundo y se llamaba a quien hubiese que llamar». Por ejemplo, un problema como el de sobrecalentamiento en la reentrada en la Tierra, como el que supuestamente le afecta a la cápsula Orion, «en los tiempos del Apolo se solucionaba en uno do dos días». Claro que eso era posible porque «se invirtieron 200.000 millones de dólares para llegar antes que los soviéticos» y en la actualidad la todopoderosa NASA «está empezando a depender de empresas privadas» para poder llevar a cabo partes cruciales de sus misiones.
Al margen de lo económico, este ingeniero madrileño de origen asturiano destaca que el interés científico y técnico ha decaído bastante. «Ya sabemos que la Luna es un trozo de roca que se desgajó de la Tierra, que tiene poquísima agua, que no hay atmósfera... Tampoco tiene un interés estratégico-militar, porque cualquier ataque desde allí tardaría no menos de tres días y, si ya hemos llegado los primeros para que vamos a volver», resume con humor Carlos Pensado.
Martínez Frías, investigador del Instituto de Geociencias del CSIC, profesor universitario e instructor de astronautas, habla de «un problema multifactorial». Para empezar, no estamos en tiempos de la Guerra Fría, aunque «ahora estamos en otra especie de guerra fría con más de dos actores: India, Japón, China, México...» y los objetivos respecto a la Luna son duales. Por una parte percibe «un interés geoestratégico» porque «quien controle la Luna controlará la Tierra» y, por otro, ve el satélite como «una plataforma científica» de primer nivel en el proceso para llegar hasta Marte. Por un lado están «las tierras raras» y los recursos que cada vez más actores aspiran a obtener de la Luna. Por el otro, todo lo que todavía se puede aprender en el satélite sobre bioquímica, geología o medicina espacial, dentro de la serie de experimentos necesarios en el camino hacia Marte.
Por eso el académico y profesor honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, que ha participado en misiones tanto de la NASA como de la ESA, define los viajes a la Luna como «un objetivo poliédrico» en el que ni siquiera descarta «una base semipermanente» en suelo lunar. Lo ve como «ciencia avanzada y no ciencia ficción», aunque, eso sí, también atisba ciertos riesgos. Preferiría que «todo estos se desarrollase desde lo público» aunque no obvia que «grandes agentes privados, que siempre han participado en cuestiones pequeñas, como instrumentos o sensores, ahora están siendo protagonistas». Eso implica «una buena regulación». Cita los Acuerdos de Artemisa del 2020, basados en el Tratado sobre el Espacio Ultraterrestre de 1967, que establecen un marco para la cooperación en la exploración civil y el uso pacífico de la Luna. Pero cree que habría que ir más allá, siguiendo el modelo del Tratado Antártico, para que el satélite y el espacio en general sean un escenario dedicado a la paz y a la ciencia. De hecho, con sus altos y bajos, y hasta que la invasión de Ucrania hizo saltar todo por los aires, esa cooperación era una realidad. Permitió «crear sinergias incluso socioculturales» como el conocido «efectos perspectiva», en virtud del cual los astronautas que ven la Tierra desde el espacio, la perciben como algo frágil que hay que proteger y pueden trasladarle esa visión a los políticos.
De esa necesidad de colaboración entre países, agencias e investigadores sabe bien el ingeniero coruñés de la Universidad de Vigo Alejandro Cardesín. Además de ser el responsable de operaciones científicas en la misión Mars Express de la ESA, se encarga de coordinar a los científicos planetarios españoles y portugueses en la Sociedad EuroPlanet. Para él también hay una clave económica, porque el programa Apolo supuso una inversión «cientos de veces mayor que la de cualquier misión de la ESA» y ahora «no existe ese cheque en blanco». Técnicamente no le ve demasiado problema «porque es obvio que si se fue entonces ahora se podría volver», pero cree que «a nivel científico no es tan interesante». O más bien, tienen otras muchas investigaciones y experimentos entre manos a los que se les puede sacar más partido con misiones robóticas «porque los humanos tenemos la mala costumbre de respirar, comer y querer volver vivos» y «para mantener a un humano vivo el coste se dispara». Por eso entiende que si se hace efectiva esa nueva misión tripulada será más por un motivo «sociopolítico y estratégico», por «demostrar que podemos hacerlo», que por el interés que despierta entre sus colegas. De hecho, dice que en el Centro Europeo de Astronomía Espacial en el que trabaja y en el resto de foros en los que participa «no se habla casi nunca de humanos» en sus proyectos de exploración. Entre otras cosas, porque una de las cosas que más les cuesta en las misiones es garantizar la esterilidad y eso se complica mucho si tienes a una persona pululando por «un ambiente que lleva congelado en el tiempo 4.000 millones de años».
Plataforma de investigación
Están más centrados en lograr, dentro de la misión ExoMars en un aterrizaje en Marte y, ya pensando en el futuro, «en un viaje de ida y vuelta con máquinas a otro planeta u otro cuerpo celeste» para traer muestras. Ahí sí que podría tener cabida la Luna, pero más como «una plataforma científica en la que probar esa tecnología».
Obviamente despegar del satélite hacia otros mundos resultaría ideal porque «lo más caro es salir de la Tierra», por la atracción gravitatoria, pero para este experto en misiones planetarias solo tendría sentido si se pudiesen fabricar allí las naves y en esto «estamos a décadas de pensar en desarrollar esa tecnología».