La invasión, basada en pruebas falsas y declarada «ilegal» por la ONU, evidenció la fragilidad del derecho internacional
19 mar 2023 . Actualizado a las 10:39 h.En los primeros 2000, el mundo era un lugar diferente. En Estados Unidos, entonces un país traumatizado tras los ataques del 11 de septiembre del 2001, un consenso bipartidista justificaba lanzar invasiones preventivas para evitar amenazas potenciales. Así, al año siguiente de los atentados contra las Torres Gemelas, el Congreso aprobaba la resolución que autorizaba el envío del Ejército de Estados Unidos a Irak con una mayoría del 77 % en el Senado y del 68 % en la Cámara de Representantes. Entonces, ni China ni Rusia formaban parte del eje del mal del presidente George W. Bush.
En un discurso que terminaría por ser juzgado con dureza por la historia, el 5 de febrero del 2003, Colin Powell, entonces secretario de Estado estadounidense, se presentó ante la ONU y afirmó que la información que presentaba «estaba respaldada por fuentes sólidas» y que se trataba de «hechos» y no de «asunciones». Powell ofreció una revisión metódica de una información de inteligencia que, según argumentó, demostraba que Irak poseía armas de destrucción masiva y que el dictador Sadam Huseín estaba vinculado con la organización terrorista Al Qaida.
Powell mintió ante la ONU y la legitimidad del organismo nunca volvió a ser la misma. De nada sirvió que en el 2004, el entonces secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, manifestase con rotundidad que «desde el punto de vista de la Carta de las Naciones Unidas» la guerra de Irak había sido «ilegal».
Dos años después del discurso de Powell, la propia CIA hubo de reconocer que nunca se encontraron reservas de armas nucleares, químicas ni biológicas en Irak. Para entonces, los soldados norteamericanos ya campaban por suelo iraquí y al país le llevaría casi veinte años alcanzar una estabilidad relativa.
El legado de la posverdad
Dos décadas más tarde, cuando tiene lugar la primera gran guerra europea desde la Segunda Guerra Mundial, los ecos de aquella posverdad primigenia siguen sonando. La invasión de Irak demostró que, en un orden supuestamente basado en el derecho internacional, algunas potencias podían defender el sistema internacional de palabra y atacarlo de hecho. Un legado que puede rastrearse en las críticas que dictadores y demagogos le dedican hoy a Washington. El ejemplo iraquí está detrás de los argumentos esgrimidos por Rusia en Siria, Georgia y Crimea, y por China en Taiwán y en relación con el genocidio uigur. Los polvos del desierto iraquí pueden rastrearse en los lodos de las tierras negras ucranianas.
Si basar la invasión de Irak en subterfugios fue el primer error de la coalición internacional, no tener en mente la advertencia de Colin Powell a George Bush de que destituir al dictador era «la parte fácil» fue el segundo.
Del 2003 al 2011 —cuando las tropas estadounidenses abandonaron el país concluyendo la guerra de facto— las fuerzas de la ocupación fracasaron en la creación de las condiciones previas para un país estable y el experimento se vino abajo: la lucha contra la insurgencia, alimentada por la crisis de la vecina Siria, terminó por convertirse en un conflicto armado de escala nacional que no se pudo dar por cerrado hasta el año 2017.
En el 2023, dos décadas después del inicio de la guerra, más de 2.500 operativos de las fuerzas armadas norteamericanas continúan en Irak, en teoría, asesorando y ayudando a sus contrapartes iraquíes y kurdas. La semana pasada, el Senado de Estados Unidos aceptó una resolución que, de terminar exitosa su recorrido por el proceso legislativo estadounidense, dejará sin efecto la del 2002 que habilitaba la intervención militar en Irak.
Futuro con esperanza
Irak, por su parte, mira al futuro con esperanza por primera vez en veinte años. Atrás quedó el régimen de Sadam Huseín y las insurgencias de la segunda década de los 2000 en la que el Estado Islámico —ampliamente nutrido de soldados procedentes del Ejército iraquí disuelto por la coalición internacional en el 2003— alcanzó su apogeo.
En el 2021 el país estrenó una legislación electoral que reconocía las demandas de representación expresadas en las protestas populares del 2018. Los observadores de la UE dieron el visto bueno a unas elecciones que fueron «técnicamente bien organizadas, competitivas» y que «permitieron que los votantes expresasen su voluntad libremente».