Las cicatrices de la Gran Recesión se reabren tras la pandemia

Cristina Porteiro
c. porteiro REDACCIÓN / LA VOZ

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JULIEN WARNAND | EFE

El gran desafío del BCE será contener la inflación en la eurozona sin estrangular el crédito, antes de que Alemania exija recortes

19 jun 2022 . Actualizado a las 09:01 h.

«No se puede excluir una nueva crisis en la eurozona». La advertencia la hizo esta semana Sylviane Delcuve, economista del banco BNP Paribas Fortis, el más grande de la Unión Europea (UE) y el más expuesto a las pérdidas de la crisis de deuda que estalló hace 12 años. Más del 40 % de los bonos soberanos en sus balances procedían de los países que, por entonces, se llamaban de forma despectiva los «PIIGS» (acrónimo de cerdos): Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España.

Poco a poco, los recuerdos de aquella sacudida a los cimientos de la moneda única se han ido diluyendo, pero las cicatrices perduran: España —que conmemora los 10 años de su rescate bancario— acumula una deuda del 117 % de su producto interior bruto (PIB). Cuando estalló la crisis de deuda en la eurozona (2010), estaba en el umbral fijado por el Pacto de Estabilidad (60 %), pero la política errática de las autoridades europeas y Berlín propició que se disparara hasta el 101 % en solo cuatro años de castigos autoinfligidos. ¿Qué ha sido de sus compañeros «porcinos», según la flema británica? Portugal tiene que devolver el 127 % de la riqueza que produce en un solo año, menos, eso sí, que el 150 % de los italianos o el 186 % de los griegos. Solo una pequeña carga de esas mochilas se puede imputar a la pandemia, muestra de que las respuestas a sendas crisis han sido radicalmente opuestas.

Lo preocupante es que España —cuyo crecimiento se vio lastrado por la sobredosis de austeridad impuesta, como reconocieron años más tarde sus responsables— apenas redujo su hipoteca en los años de recuperación, con el dinero barato del Banco Central Europeo (BCE) y los tipos más bajos de la historia para financiarse. Desde su pico del 101 % en el 2014, apenas logró recortarla en seis años hasta el 95,5 % del PIB antes de la pandemia. Un desacierto en el que ya había caído Grecia antes de la última crisis: «El error de Atenas fue no aprovechar el período excepcional de crecimiento rápido y tipos de interés bajos para reducir su deuda», apuntaba el historiador económico Adam Tooze en Crash. En esas circunstancias, si se produce un aumento repentino del déficit o los tipos —como ha ocurrido primero con la pandemia y luego con la inflación—, una economía debilitada puede verse arrastrada a la insolvencia. ¿Puede pasarle a España?

Fragilidades

Hay problemas estructurales, como la reducida competitividad y productividad del tejido empresarial. No hay forma de colmar el déficit estructural del 4 % que arrastra el país. Y continúa sin completarse la Unión Bancaria, la Sagrada Familia del euro. El Fondo Único de Resolución apenas cuenta con fondos para un rescate bancario de la envergadura del español y, lo más importante, los 19 países que comparten una moneda única siguen emitiendo 19 bonos soberanos. Alemania se niega a mutualizar la deuda, a pesar de que los mercados ya han empezado a acosar a algunas economías como la italiana y la española esta semana. La prima de riesgo patria -indica la diferencia entre lo que paga Alemania y España por pedir prestado- llegó a superar el umbral con el que el expresidente Rodríguez Zapatero tuvo que salir en el 2010 a implorar a los inversores que confiaran en la solidez de España. Después de aquello, tuvo que pactar recortes de 15.000 millones de euros. Las reformas llegaron después.

Recetas diferentes

Cualquier otro parecido de la situación actual con la última crisis es pura coincidencia. Los problemas son de naturaleza muy distinta. Ni los bancos están descapitalizados como entonces —aunque los españoles son los menos solventes, según el BCE— ni hay burbujas lo suficientemente grandes como para desencadenar el tsunami económico de la pasada década. Además, se han subsanado problemas en algunos flancos, como el laboral, donde se ha puesto coto al abuso de la contratación temporal, un lastre para la productividad. Todo ello, junto a la experiencia atesorada de aquellos terribles años, han propiciado una respuesta gubernamental radicalmente opuesta: el aumento del gasto público y el bombeo de dinero barato desde el BCE, algo impensable para los encorsetados dogmas alemanes del 2010. Quizá porque entonces la crisis no se cebaba con la locomotora del euro.

Los problemas de burbujas, excesos bancarios y despilfarros públicos focalizados en algunas jurisdicciones en la última crisis hoy tienen otra forma: empacho de deuda y alta inflación en casi toda la zona euro, combinado con una crisis energética de difícil resolución a corto plazo. Se trata de un escenario nuevo, complejísimo y difícil de calibrar. De ahí la respuesta prudente y suave de la presidenta del BCE, Christine Lagarde, a la hora de subir los tipos o finalizar las compras de deuda. No conviene agitar el avispero. Solo queda por saber hasta cuándo durará la siesta y cuándo comenzarán los ajustes, que los habrá. Otras cuestión será la intensidad de los mismos. Si el calendario es flexible y no se cercena el gasto, el ritmo de crecimiento y la inflación podrían ser suficientes para reducir la carga con relativa rapidez.

La Comisión Europea ha propuesto mantener en suspenso la disciplina fiscal hasta el 2024, pero desde Berlín empieza a sonar la música que entonaron en el 2010: «La obligación de los Gobiernos es reducir los déficit presupuestarios y volver a una senda fiable de reducción de deuda para salvaguardar la confianza de los mercados y la estabilidad fiscal», deslizó esta semana el ministro alemán de finanzas, Christian Lindner. En esta ocasión, el tono no ha sido imperativo, sino sugerente, puede que por el grado de responsabilidad que tiene su país en la dependencia energética de la UE. Como dirían en la jerga burocrática: «Stay tuned!».