Los agentes tardaron 78 minutos en entrar a la aula y abatir al pistolero Salvador Ramos
28 may 2022 . Actualizado a las 08:46 h.«¡Entrad ahí y sacadlos, haced algo!». «¡Los están matando!». «¡Pegadle un tiro de una vez!» Estos eran los gritos de «cinco o seis» padres —según contó uno de ellos, Juan Maldonado— que llegaron hasta la escena de la última matanza escolar en el colegio de primaria Robb, tan pronto como la página de Facebook de la escuela anunció que habían sellado las instalaciones por un tiroteo.
Uvalde es un pequeño pueblo de 16.000 habitantes de Texas (Estados Unidos). Algunos de estos padres vivían cerca de la escuela y solo tuvieron que cruzar la calle. La Policía ya rodeaba el colegio y les impidió entrar para buscar a sus hijos. Fuera, mirando al edificio, escuchaban los disparos con un escalofrío. Sus hijos estaban siendo asesinados en ese momento.
«¿Pero os dais cuenta de que son niños, que no saben defenderse?», le gritaba uno de los padres al agente que le impedía entrar, según el vídeo que circula en las redes sociales. «¿Por qué no entráis y hacéis algo?», le increpaba frustrado. «¡Porque tengo que encargarme de gente como tú! ¡Échate para atrás!», bramaba el policía mientras le empujaba con el cañón del rifle. «Vale, vale», decía una mujer. «Nosotros nos vamos para atrás pero vosotros entráis a sacarlos».
La indignación ahora no puede ser mayor. Tanto que, por primera vez, las autoridades han recapacitado y han reconocido errores en la operación. «Visto ahora, fue una decisión equivocada. Punto», admitió este viernes el director del Departamento de Seguridad Pública de Texas, Steven McCraw, que no llegó a disculparse con los padres. «Si supiera que eso iba a ayudar en algo, lo haría», se justificó.
En lugar de entrar a la carrera y acabar con el pistolero para minimizar la pérdida de vidas humanas, la Policía actuó como si se tratara de un secuestro con rehenes. Los primeros cinco agentes llamaron a los «equipos tácticos» antidisturbios y aguardaron su llegada, rompiendo el protocolo que requiere actuar inmediatamente para detener la carnicería y atender a los heridos. Incluso impidieron que agentes de la Patrulla Fronteriza y el Servicio de Inmigración, fuertemente armados, irrumpiera en la escuela.
Creían que buscaba suicidarse
La lenta respuesta dio tiempo a que Salvador Ramos asesinara a sangre fría con su rifle AR-15 a 19 niños, de entre 8 y 11 años, y a dos profesoras. Los disparos —descargó un centenar de tiros— cesaron al cabo de 20 minutos. A esas alturas, cerca de una veintena de agentes se encontraban en los pasillos de la escuela, pero el encargado de la operación in situ —cuyo nombre no reveló McCraw, pero que The New York Times identificó como el sheriff del condado, Daniel Rodríguez—, «pensó que la situación había pasado de ser un tiroteo activo a un sujeto que se había parapetado mientras se enfrentaba a la Policía o incluso buscaba que lo mataran para suicidarse, sin que hubiera riesgo para otras vidas humanas», explicó McCraw. «Fue la peor decisión posible», admitió.
Desde la masacre del Instituto Columbine en Colorado, que en 1999 grabó en la memoria colectiva de todos los adolescentes perturbados la posibilidad de morir con las botas puestas llevándose por delante a cuantos pudieran, las fuerzas del orden estadounidense ya no esperan a dialogar con el pistolero. Según el diario San Antonio Express, en Uvalde «los equipos de negociación lo llamaron por teléfono pero colgaba». El jefe de seguridad pública explicó este viernes que Ramos cerró la clase por dentro y «solo salió una vez».
Una investigación del periódico The Washington Post, con vídeos tomados por los padres y vecinos con sus teléfonos móviles durante esos terribles 78 minutos que tardó la Policía en abatir al sospechoso, cimentó las críticas que siempre siguen a cada tiroteo. Nunca habían sido tan sangrantes como estas, a pesar de que Scot Peterson, el sheriff adjunto de Parkland (Florida), donde en el 2018 murieron 17 estudiantes, todavía se defiende en los tribunales de once cargos, entre ellos negligencia infantil e indiferencia depravada.
«A mí me tienen que matar para que no entre ahí a salvar a mi hijo», decía al día siguiente Johnny Ramírez, un vecino de Uvalde. A Javier Cazares la Policía no logró impedirle que lo intentara. A las 12.00 en punto, veinte minutos después de que Ramos entrara a tiros en el colegio, logró burlar la atención de los agentes para entrar al edificio rompiendo las ventanas junto a otros padres, cuyos nombres no ha querido revelar.
El asalto lo lideraba Maldonado, un agente estatal que vive en Uvalde. Por esas ventanas rotas salieron corriendo muchos niños asustados que se habían escondido donde les habían enseñado en cada simulacro: debajo de los pupitres, en los armarios y hasta encima de los retretes. Con todo, Cazares no pudo salvar lo que más quería. Su hija de nueve años, Jacklyn, ya estaba muerta. La mayoría de los disparos ocurrieron al principio.
Cazares lo sabría mucho después, cuando la Policía les pidió fotografías y hasta muestras de ADN para identificar los cadáveres tan destrozados por las ráfagas de balas que en algunos casos resultaban irreconocibles.
Una tragedia evitable
La rampante orgía de sangre había empezado cuando Ramos, un joven de 18 años que no podía graduarse esta semana con sus compañeros por su fracaso escolar, se peleó con su abuela y le disparó a la cara. Cogió los rifles de asalto AR-15 que había comprado la semana antes, al día siguiente de cumplir los 18 años —edad legal para adquirirlas en Texas— y huyó en la furgoneta ranchera de su abuela, que ni siquiera sabía conducir. Se estrechó minutos después junto a las instalaciones del colegio donde su propia abuela había enseñado.
Eran las 11.28 horas de la mañana. La tragedia que pudo haberse evitado no había hecho más que empezar. Dos empleados de la funeraria cercana corrieron a socorrer al conductor que había caído en la zanja. Le vieron salir por la ventana del copiloto encañonando el rifle y salieron corriendo como alma que lleva el diablo, contó a este diario Estela, una vecina de 21 años a la que le dijeron: «¡Márchate de aquí, esto no es seguro!», recuerda. «Se montaron en el coche y se largaron. Nosotros nos escondimos en el sótano».
Era el segundo aviso que recibieron los servicios de emergencia. El primero lo había dado la esposa de Beto Gallegos, mientras el matrimonio socorría a la abuela del niño, que ha sobrevivido. «Ha habido un accidente, pero el conductor va armado y está disparando», dijeron los hombres a la operadora.
Ramos todavía dispuso de diez minutos para vagar por las instalaciones en busca de una entrada. Subió la valla sin problemas, cargado con más de 600 balas para su carnicería, casi el triple de lo que lleva encima un soldado en zona de combate. Encontró la puerta abierta, como critican los defensores de las armas. Una profesora que salió a buscar su móvil al coche se la dejó abierta. A diferencia de las primeras versiones, nadie se enfrentó a él mientras abría fuego por los pasillos, en los que se han encontrado 142 casquillos y otras 173 rondas. La policía tardaría todavía cuatro minutos en llegar y se dedicaría a precintar las instalaciones y evacuar a los niños de otros edificios cercanos.
«Creemos que entró a ese simplemente porque fue el primero que se encontró», opina Eva Zalbara, una maestra del colegio Robb que perdió a dos compañeras y varios de sus alumnos.
La investigación, apenas abierta, forzada por el seguimiento de la prensa, todavía puede cambiar la versión de los hechos, pero ya no permite al gobernador de Texas, Greg Abbott, seguir clamando que «la rápida actuación policial salvó vidas».