«Tuve que tomar decisiones como denunciar a mi hija y echar de casa a mi hijo»

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CHUS BLAZQUEZ

Mariola Esteban publica «No te rindas, mamá», un libro en el que narra su desgarradora lucha por recuperar a sus hijos tras una adolescencia que se le fue de las manos

23 may 2022 . Actualizado a las 12:24 h.

«Nos hemos roto y nos hemos reconstruido juntos los tres», asegura Mariola Esteban sobre ella y sus dos hijos, Gonzalo y Candela. A esta madre divorciada se le fue de las manos su adolescencia, como a tantas. La diferencia es que se ha decidido a contarlo: «Fue tan heavy, tan fuerte, que dije: 'Esto da para escribir una novela'». Y eso hizo. Acaba de publicar No te rindas, mamá, un libro que narra su lucha por recuperar a sus hijos y encontrarse a sí misma.

«Un día abres la puerta, y zasca, son los de Servicios Sociales. Tú quieres evitar el problema, no te lo crees y no le das la importancia que tiene. Son cosas que ves en las películas y que nunca crees que te puedan pasar a ti», dice ahora Mariola, que recuerda aquellos momentos de sofá y manta, cuando sus hijos todavía eran unos niños que veían Hermano Mayor escandalizados: «Decíamos: 'Dios mío, ¿cómo puede pasar eso en una casa? Qué exageración'. Pues hala, si quieres té, toma dos tazas».

Fue la actitud de Candela lo que hizo saltar todas las alarmas. «Empieza a dar un cambio radical. Pasó de ser una niña con trenzas y perlitas a de repente tener piercings. Un día se hace una coleta y le ves la nuca rapada, otro día le descubres un piercing por dentro de la nariz cuando se tumba a tomar el sol, quita los peluches de su habitación y empieza a poner pósteres del Che y de Bob Marley... Y también empieza a fumar tabaco y a contestarme», narra Mariola, que añade: «Tú piensas: 'Es la adolescencia'. Pero claro, empieza a faltar a clase, a cambiar su forma de vestir, y a desaparecer. Entonces busco ayuda, y al cabo de un tiempo acudo a Orientak —un centro de psicopedagogía de Madrid—, donde abro los ojos por completo».

A DESINTOXICACIÓN

Es allí donde se queda en shock tras escuchar por primera vez la palabra desintoxicación. Su hija consumía marihuana. «Eva Millán, la directora del centro, me dijo: 'No estás sola, no eres la única; esto está sucediendo, aunque la gente lo oculte'», relata Mariola, que metió a un coach en casa: «Los niños flipan cuando ven a un tío viviendo con nosotros, y que no es broma. Además, yo estaba convencida de que Gonzalo tenía un trastorno que solo se manifiesta dentro de casa». Y así era. Su hijo padece un trastorno de déficit de atención por hiperactividad (TDAH) con un poco de autismo. Un diagnóstico que no le habían sabido dar en ningún sitio y que heredó de su madre, también con TDAH, aunque en su caso, controlado.

«Lo único que hacían con Gonzalo era echarlo de los colegios y de los sitios, porque daba guerra. Ha tenido momentos de agresividad y de violencia durante toda su vida, aunque ha mejorado muchísimo. En su día se rompió huesos, y hubo gritos e insultos en casa. A Candela y a mí nunca nos agredió físicamente, pero sí que hemos tenido que encerrarnos en la habitación durante esos episodios», relata. Gonzalo también comenzó a fumar marihuana después de que empezase su hermana, que estuvo completamente enganchada: «Candela llegó a confesarle a un terapeuta que en la primera calada que le dio a un porro, vio a Dios».

Con semejante panorama, Mariola tuvo la valentía de ponerse en manos de los terapeutas y, lo que es más difícil, de llevar a cabo todas sus indicaciones. «Tuve que tomar decisiones tremendas como madre, por ellos y también para protegerme a mí misma. Llegué a echar a Gonzalo de casa y a denunciar a Candela», asegura, incapaz de describir el desgarro que supone poner a un hijo en la calle sin móvil tras decirle a toda la familia que no le abra la puerta: «Él lo primero que hacía era ir a casa de los abuelos, que se rompían. Mi madre cuenta que lloraba al lado del telefonillo sin poderlo levantar. No abrir a su nieto, que estaba en la calle y que tenía que buscarse la vida para dormir... Eso a una mujer de 78 años no le entra en la cabeza, ni a muchas madres de mi edad. Pero es que Gonzalo era el reto constante, y por cada norma que incumplía, había que ponerlo una noche en la calle hasta que llegaba el día en que decidía acatarla y se le permitía volver».

Su terapeuta estaba detrás de estas decisiones, y ella como madre sabía que cada día sin abrirle la puerta era un día ganado. Tenía que resistir. «Te juro que leo el libro y digo: 'Dios mío, dónde he estado, cómo he podido aguantarlo'», dice ahora.

Lo de Candela no se queda atrás. Su madre la castigaba, pero ella salía igual: «Me decía: 'Me marcho, y me voy a drogar tres veces más que ayer'», recuerda. Mariola siempre denunciaba su desaparición, hasta un día en que la menor le mordió antes de disponerse a salir por la puerta a las bravas: «A los ocho días sin aparecer, me dijo la Guardia Civil que ya había pasado demasiado tiempo sin saber de ella y que tenía que denunciarla por la agresión para poder desplegar un dispositivo de búsqueda más intenso. Lo hice y la encontraron rápido. Después me enteré de que la habían ayudado en varias casas. Traía la piel y el pelo fatal, y esos ojos sin vida... Venía fumada».

EN LOS CALABOZOS

«Por vergüenza, yo después no pedía perdón ni reculaba tan fácil... hasta que me dejé ayudar. De hecho creo que por eso mi recuperación fue rápida, porque sabía que lo estaba haciendo mal, pero no era capaz de ceder y darles la razón», manifiesta Candela, que cree que la droga tuvo bastante que ver en sus problemas de conducta: «Creo que esto fue por consumir marihuana tan joven —en torno a los 15 años—, y con las cosas poco claras». Cuando la denunció su madre por agresión, señala, sintió soledad y rabia. «Después me detuvo la policía, que no era la primera vez», indica la joven, que pasó unas horas en los calabozos de un juzgado de menores de Madrid.

«Después apareció en casa pensando que su madre la iba a rechazar. La verdad es que a mí me salía de todo menos amor, pero vi a esa niña tan insegura... Nos abrazamos las dos, le dije que tenía que cumplir unas normas y desde entonces ha empezado a cambiar la cosa», afirma Mariola. La realidad en casa no tiene nada que ver con lo relatado. Hoy Gonzalo y Candela tienen 22 y 21 años respectivamente. No hay gritos ni insultos, e incluso le comparten la ubicación a su madre para que esté tranquila cuando salen. Nada que ver con el infierno vivido. Pero para llegar a este paraíso, Mariola ha tenido que estar dispuesta a cosas que pocas madres tienen la fuerza de hacer.

«No es solo lo de las denuncias o echar de casa, es que son muchas cosas. Por ejemplo, cuando empezaron la terapia, a estos niños se les desescolarizó. Y al año siguiente, los matriculé en otro colegio que colabora con el centro al que acudíamos, porque el objetivo era sacarlos adelante. Acabaron aprobando el bachillerato, que yo no daba un duro por eso», reconoce su madre, que tuvo que desconectar hasta de su propia familia: «Yo a mis hermanos, que los amo con toda mi alma, les tuve que cerrar las puertas y desconectar el móvil. A mi hermana le tuve que decir: 'No te sientas mal, pero no te voy a hablar en un tiempo, porque tengo un problema en casa que no estáis entendiendo ninguno'. Claro, siempre surge el 'tú lo que deberías hacer...', y 'lo que deberías de haber hecho'...».

En definitiva, se encerró en casa con su problema porque, como dice, «esto no es 'te pago y me arreglas al niño'». «¿Qué aprendes? Que no sabes la batalla que está librando cada persona. Que no tienes derecho a juzgar a nadie, porque no tienes ni idea de lo que está sucediendo en su vida. Y a quienes niegan la mayor y les está pasando esto tampoco se les debe juzgar, porque no han aprendido a hacerlo de otra forma», zanja. Por suerte, ella sí.