Putin explota la excusa del nacionalismo

maría Cedrón REDACCIÓN / LA VOZ

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Prisioneros de guerra ucranianos. La imagen, tomada de un vídeo difundido por el Ministerio de Defensa de Rusia, muestra a un grupo de soldados ucranianos hechos prisioneros de guerra tras deponer las armas en la autoproclamada República Popular de Lugansk. Según esa misma fuente, unos 17 soldados de las fuerzas ucranianas habrían depuesto las armas de forma voluntaria.
Prisioneros de guerra ucranianos. La imagen, tomada de un vídeo difundido por el Ministerio de Defensa de Rusia, muestra a un grupo de soldados ucranianos hechos prisioneros de guerra tras deponer las armas en la autoproclamada República Popular de Lugansk. Según esa misma fuente, unos 17 soldados de las fuerzas ucranianas habrían depuesto las armas de forma voluntaria. RUSSIAN DEFENCE MINISTRY PRESS S

El líder ruso trata de moldear la historia en su afán por devolver a Rusia su grandeza

27 feb 2022 . Actualizado a las 14:24 h.

«Hay dos Putin. Uno era el que comprendía lo que pasaba, el que mantenía a todos los rusos fuertes bajo su mano, pero hacía reformas. Rusia es un país con cincuenta nacionalidades. Por eso, es preciso sujetarlas todas con fuerza para que no se separen. (...) Pero hay otro, el de la KGB, el que piensa reconstruir la Unión Soviética, el que quiere dividir Europa y que nos peleemos entre nosotros». Lech Walesa, expresidente de Polonia y Premio Nobel de la Paz en 1983, describía de ese modo a Vladimir Putin durante una entrevista en su despacho en el antiguo astillero Lenin, en Gdansk, en marzo del 2015, poco más de un año después de que Rusia anexionara la península ucraniana de Crimea. Y al hablar de Putin se le encendía la mirada. Se notaba que no era santo de su devoción. Walesa, uno de los protagonistas de la caída del Telón de Acero y quien negoció con Boris Yeltsin la retirada del Ejército rojo de Polonia, no se equivocaba en aquella charla en la que invitaba a Europa a observar de cerca a Putin.

Porque en su afán por reescribir la historia, devolver la grandeza a Rusia es un sueño que el líder ruso parece llevar fraguando décadas. Todo apunta a que su gran objetivo no es otro que recuperar la influencia de aquella superpotencia, echando mano del nacionalismo ruso. «Putin cree que en términos históricos, como ocurrió con Pedro El Grande, la sangre será olvidada y, sin importar el coste, permanecerá su legado como unificador de las tierras rusas», contaba anteayer en declaraciones a The New Yorker, Nina Khrushcheva, profesora de la New School de Nueva York y bisnieta del ex primer ministro soviético Nikita Khrushchev.

Pero esa ambición no tiene por qué pasar, necesariamente, por anexionar las ex repúblicas soviéticas para reconstruir el viejo mapa de la URSS. El profesor de Historia de Ucrania en la Universidad de Harvard, Serhii Plokhy, cuenta en otro artículo escrito esta semana en The New Yorker por David Remnick, excorresponsal en Moscú del Washington Post, que la estrategia de Putin recuerda a la Rusia imperial, pero también a la Unión Soviética: «La estrategia no es económica, es geopolítica. Está basada en una comprensión tradicional rusa y soviética de la seguridad que no es más que rodearse de estados dependientes o amortiguadores. Lo nuevo es el intento de restablecer el control del espacio postsoviético. No es la Unión Soviética, sino otra forma de control», dice Plokhy.

Para Putin, la caída de la URSS implicó el colapso de la Rusia histórica. Parece que para él fue un golpe mucho más duro que el sufrido tras la Primera Guerra Mundial, cuando Ucrania obtuvo la independencia en 1918. Sobre todo porque después de que en 1991, durante una reunión de caza y alcohol, Leonid Kravchuk (entonces líder de Ucrania), Boris Yeltsin (mandatario en Rusia) y Stanislav Shushkevich (presidente del sóviet supremo de Bielorrusia) acordaran disolver la Unión Soviética, un total de 7 países de la Europa central y oriental (Hungría, Polonia, República Checa, Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia y Rumanía) más los tres estados bálticos (Estonia, Letonia y Lituania) acabaron uniéndose a la OTAN.

Todo lo sucedido tras el día de Navidad de 1991, cuando unos días después de que Shushkevich comunicara por teléfono a Gorbachov su acuerdo la bandera de la Unión Soviética dejó de ondear en el Kremlin, es algo que Putin quiere revertir. Para lograrlo ha osado moldear la historia a su antojo. Lo que ha hecho es usar la Rus de Kiev —el primer estado eslavo ortodoxo que existió en el este de Europa entre el siglo IX hasta el XIII— como pretexto para entrar en Ucrania, un territorio sin el que no entiende su Gran Rusia. Aunque como aclara el profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense, José María Faraldo, y autor de El nacionalismo ruso moderno, «en todo caso tendría que ser al revés. Rusia debería pertenecer a Ucrania».

Putin no ha dado puntada sin hilo. Durante la campaña electoral del 2000, cuando era presidente en funciones tras la dimisión el 31 de diciembre de 1999 de Boris Yeltsin, aprovechó un viaje a San Petersburgo para ver a su maestra de la infancia, una mujer que ejerció una gran influencia sobre el actual líder ruso. Uno de los presentes en el encuentro, Anatoly Borisovic, le dio un consejo: «El estado es como un jardín, hay que erradicar la mala hierba para que crezca algo de provecho». Y Putin respondió: «Es lo que haré, me lo tomo como un compromiso electoral».

Es más que probable que Borisovic se estuviera refiriendo a que tuviera mano dura con los artífices de los atentados contra un bloque de apartamentos ocurridos en Moscú solo unos días después de que Putin fuera elegido por Boris Yeltsin como primer ministro, pero visto con la perspectiva de lo que está ocurriendo ahora, la escena recogida en el documental Los testigos de Putin, del ucraniano Vitaly Mansky, resulta reveladora. De hecho, fue el papel de Putin tras aquellos atentados que impulsaron la segunda intervención rusa en Chechenia, lo que disparó la popularidad de un entonces desconocido primer ministro.

 «Europa está en sus manos»

Con todo, como explica José María Faraldo «todos los que llevamos más de treinta años trabajando en esto nos hemos quedado perplejos. Las declaraciones de Putin de recuperar la grandeza rusa o la URSS parecían formulaciones retóricas, pero un ataque como el que está haciendo en Ucrania no parecía que fuera a ser algo real». Porque, como recuerda, aunque es verdad que ya en el 2005 y 2006 tomó territorios de Georgia como Absajia y Osetia; en el 2014 ocupó Crimea; impulsó las guerrillas separatistas en Dombás, no son operaciones comparables a la de ahora. «Hay que pensar que, a lo mejor, lo que dice es verdad. También parece que ha dicho que va a filtrar a la población... No sabes qué hará. Pero parece que va haciendo lo que va diciendo. Europa está en manos de Putin».

Ese expansionismo, explica la investigadora de la Universidad de Costa Rica, Erika Gólcher Barguil, en un trabajo publicado en la Revista Estudios, es justificado por Vladimir Putin en la urgencia de garantizar la seguridad de un estado que no tiene fronteras naturales y que ha de defender sus salidas al mar. Lo basa en una identidad nacional que convierte el excepcionalismo ruso en el verdadero heredero del imperio romano y erige a la iglesia de Moscú en defensora de la cristiandad ortodoxa.

El autócrata que se arroga el renacer religioso en Rusia

Vladimir Putin lleva tiempo presentándose como el impulsor del renacimiento religioso de Rusia abrazando la figura de San Andrés, el apóstol que tanto fervor religioso ha desatado en el país durante los últimos años. Justo el pasado noviembre, concedió al patriarca Kirill de Moscú la orden del Santo Apóstol Andrés. Ahora, como explica el jesuita y profesor del Russcum, Germano Marani, el máximo responsable de la iglesia ortodoxa rusa, rival histórica de la iglesia ortodoxa de Constantinopla (su patriarca Bartolomé I que otorgó a la iglesia de Ucrania en el 2019 la independencia respecto a la rusa), «trata de no invadir el espacio de Putin y no contradecirlo».