Con 18 años, mientras todos salían, Mauro entraba en el psiquiátrico; el acoso, el TOC, la depresión y la esquizofrenia lo rompieron por dentro
13 feb 2022 . Actualizado a las 18:57 h.Mauro se levanta unos días a las 9.30, otros a las 11.45 y otros a las 12.30. Se ducha, baja a desayunar al bar de enfrente y después sube a casa de nuevo. A mediodía, le ayuda a su padre a hacer la comida y luego se va a tomar el café al mismo bar. Una rutina normal de una persona normal. Tan normal que podría ahora mismo estar a tu lado tomando el café o pedirte fuego. Es tan normal que podrías pasar horas hablando del Celta y llegar a la conclusión de que lo que le falta al equipo es comunicación. Todo es demasiado normal para ser normal.
Siempre quedamos en su bar de referencia, a ese al que acude al menos dos veces por día. Él, siempre de cara a la plaza para ver la gente pasar. En la mesa, la cajetilla de tabaco, el móvil y la mascarilla. Es así siempre. No son casualidades. «Son manías», dice. Hoy tiene 24 años y hace seis que ingresó en el Hospital Psiquiátrico de Conxo de Santiago de Compostela.
Dice que le fastidió que «esto» le diera en una edad así. Con tan solo 18 años le diagnosticaron esquizofrenia. La esquizofrenia es un tipo de enfermedad mental que distorsiona el pensamiento, las percepciones, las emociones, el lenguaje, la conducta y hasta la conciencia de uno mismo. Una enfermedad mental que lo condiciona todo.
A día de hoy, Mauro ha conseguido estabilizar su relación con la enfermedad. «Mi esquizofrenia era una novia insegura al principio y me daba toques de atención cuando salía con otras personas. Después empezó a confiar en mí y me dejaron de dar brotes. Y ahora estamos en la fase de estabilización, que es cuando tienes alguna bronca normal», explica el joven estradense.
Rompiéndose desde los 12
Con 18 años, mientras unos empezaban a salir, él empezaba a entrar para poder salir algún día. Imagínate que llevas rompiéndote por dentro desde los 12 años. Que, en el colegio y el instituto, unos supuestos compañeros, te machacan por ser demasiado listo, por ser demasiado blanco, por tener gafas, por tener el pelo largo,… En definitiva, por ser. Y cuando no hay motivos para discriminarte, se inventan y punto. Y ahí, día a día, te van rompiendo poco a poco. Te rompen hasta que no puedes reconocerte. Te rompen hasta que no puedes recomponerte. Por desgracia, esto pasó y pasa. Esto es real pero no normal.
Esta es la vida de un roto con nombre y apellido. Mauro Sanín tenía solo 14 años cuando pidió a sus padres venirse de Tenerife para Galicia por su propio bien.
Huía del acoso incesante y desgarrador de unos abusones que utilizaban o inventaban lo que fuese con tal de hacerle daño. Cuenta que cuando sus profesoras se enteraron de que se iba, le dijeron que era «un chico muy bueno» y que le desearon toda la suerte del mundo. Un chico muy bueno que le pidió a sus padres irse a Galicia para poder seguir viviendo.
La muerte de su abuela lo llevó a caer en una depresión no diagnosticada que lo ensució y lo cambió todo para siempre. «Me lo tragué, me lo comí. Sufrí como un hijo de puta. Con el tiempo me puse mejor, y digo mejor porque no creo que lo tenga superado a día de hoy. Eso es algo que va a quedar ahí para toda la vida», dice con mucha rotundidad. Mauro tiene claro que esa depresión no se supera, «sigue ahí para toda la vida», como si fuese una parte más del cuerpo que habita.
Después llegó el amor en forma de dolor, y ahí es cuando empezaron los diagnósticos: TOC (Trastorno Obsesivo Compulsivo) y depresión. Cuando se marchó a estudiar a Pontevedra, el TOC se descontroló. El diagnóstico ahora iba acompañado de medicación. Las pruebas se sucedieron y un intento de suicidio determinó la decisión de los especialistas de ingresarlo en el psiquiátrico.
«El 1 de diciembre empieza mi año porque murió mi abuela y estaba con 25 pastillas»
Para Mauro Sanín, el año empieza el 1 de diciembre: «El 1 de diciembre empezó mi año, porque el 1 de diciembre hace un año que murió mi abuela y estaba con 25 pastillas diarias. El 1 de diciembre de este año tuve cita y la psiquiatra me dejó en 5 y media. Joder, son 19 y media menos. Eso no es nada».
Hace un año que no llora. «La química de la medicación hace más efecto cuando te la recetan en menor cantidad», dice. «25 pastillas se te ponen para sedarte, no porque las necesites», añade. Hace un año que no le da un brote y un mes que no va a urgencias (su récord está en cuatro). En plena pandemia estima que fue 52 veces, hasta que lo ingresaron en Conxo para estabilizarlo durante mes y medio.
1 de diciembre. Todo se recompone poco a poco, aunque ya nada sea igual. Uno de sus sueños es encontrar trabajo ayudando a gente mayor. «La gente mayor está muy aparte. Nadie piensa en ellos. Me gustaría trabajar en una residencia. Si estudiase auxiliar de enfermería, aunque le tuviese que limpiar el culo a alguien, no me importaría. También tienes que estar con ellos, conviviendo y hablando, haciendo juegos. Yo con eso sería feliz», explica.
Todo se recompone. Lo que antes te llevaba a una depresión ahora te lleva a buscar empleo. «Me gustaría ayudar a gente mayor, porque es algo que me gusta. Me recuerda a mi abuela, y como yo no pude ayudarle porque era pequeño, pienso que mi abuela estaría orgullosa de mí si hiciese eso», afirma.
—¿Estaría orgullosa tu abuela de ti?
—Sí, por todo lo que he aprendido en este tiempo.
—¿Y qué aprendiste?
—Que a veces las cosas vienen dadas.
Llevamos varios días quedando y en la mesa siempre está todo igual: el móvil, la cajetilla y la mascarilla. En él también hay cosas que nunca cambiaron y que siempre estuvieron igual: la piel blanca, el pelo, las gafas. En él hay mucho de nosotros, los normales. Su historia, su dolor y sus heridas dicen más de nosotros que de él mismo. De tanto opinar y tanto ignorar sobre salud mental, nos hemos olvidado de algo muy importante que es escucharlos a ellos, a los rotos.
—¿Cómo me ayudarías si yo pasase por lo mismo que tú?
—Diciéndote por todo lo que he pasado yo y escuchándote, sobre todo escuchándote. A mí lo que más me ayuda es que me escuchen.
«Si mis padres no hubiesen hecho nada seguiría en Conxo. Si no tienes familia, de allí no sales»
Con 18 años, mientras todos salían, Mauro entraba en el psiquiátrico de Conxo. Le habían diagnosticado esquizofrenia. «El día que entré en semicerrada pensé que no iba a salir nunca. El 5 de diciembre de hace 5 años me bajé una botella de alcohol y 20 pastillas», explica. Ese 5 de diciembre quien lo salvó de morir fue su madre: «Estoy vivo gracias a mi madre».
Dice que allí uno no sabe diferenciar la enfermedad de la realidad, si estás enfermo o te hacen creer que lo estás. «La primera vez que ingresé había escuchado unas voces y tuve una visión. Entonces, estás enfermo. Pero yo no confiaba al 100 % si estaba enfermo o si me lo estaban haciendo creer. A día de hoy digo ‘Sí, estoy enfermo’. El paso de la aceptación es muy duro», cuenta.
Mauro cuenta que un marinero llamado P. lleva medio siglo ingresado y no es capaz de vivir sin su rutina. Utiliza la pensión para pagarse el tabaco y comer todos los días fuera del psiquiátrico. Si le cambiasen estos hábitos podría llegar a morirse. Otro hombre llamado A. está ingresado desde hace 16 años más o menos. De joven sacaba notazas: acabó Bachillerato con una media de notable y llegó a estudiar Farmacia. Hoy es incapaz de salir del psiquiátrico aún a pesar de la medicación. Está tan acostumbrado a hacer su vida allí que fuera se siente muy vulnerable.
Ellos no tienen familia. Ellos no tienen salida. De allí no se sale, de allí te sacan si tienes suerte. Suerte o familia, si acaso no son lo mismo. «Mis padres, si hubiesen asimilado pero no hubiesen hecho nada, a día de hoy seguiría en Conxo, porque si no tienes una familia que te apoye, de allí no sales. Te ponen 25 pastillas al día como hicieron conmigo, te tienen sedado, sentado en un sofá viendo la tele o jugando a las cartas y ese es tu día a día. Yo llego a durar un mes más en semicerrada y me intento suicidar de nuevo», cuenta. Un día Mauro quiso hablar con sus padres del suicidio por si acaso vuelve el 5 de diciembre: «Si me quito del medio, no os preocupéis por nada porque habéis hecho todo lo que habéis podido y lo habéis hecho muy bien. Entonces, no os lamentéis». Sus padres no asimilan otro 5 de diciembre.
A día de hoy, tres especialistas trabajan para su cabeza. Una psicóloga privada que le cita cada dos semanas. «Esta psicóloga me hace mucho. No es una psicóloga al uso. Ella te escucha y te dice ‘yo opino esto, esto y esto’, pero no da pautas, sino que lo mira todo desde otro punto de vista», dice. Una psiquiatra pública que le ayuda a recuperar el tiempo perdido con terapia y diálogo. Y una psicóloga pública. Silencio. El silencio de alguien que se protege del mundo.