Radiografía de Nueva York transcurridas dos décadas del atentado que provocó la invasión de Afganistán y mostró la vulnerabilidad de Estados Unidos y sus aliados
11 sep 2021 . Actualizado a las 10:14 h.¿Cuándo el humo se disipó y volvimos a caminar por las calles de este hormiguero llamado Nueva York sin mirarnos? En la hoguera de las vanidades, la regla de oro es ignorarse. Caminar a paso neoyorquino como si no hubiera nadie más en la acera, disimular si alguien pasa medio desnudo o grita despavorido. Salvo en un breve momento de la historia llamado 11S en el que miramos al cielo con tanto horror que no pudimos dejar de abrazarnos. Fueron días en los que hasta los aviones se pararon y un silencio sepulcral nos perturbó el sueño.
En un atentado planificado durante años, 19 yihadistas dirigidos desde Afganistán por Osama Bin Laden, cabeza de Al Qaida, secuestraron cuatro aviones en suelo norteamericano a punta de cuchillo. Los pilotos -Mohamed Atta y Marwan al Shehhi, que embarcaron en Boston, Hani Hanyur, en Washington, y Ziad Yarrah, en Newark- enfilaron hacia las dos torres del World Trade Center, el Pentágono y el Capitolio. Los tres primeros impactaron en sus objetivos e infligieron el mayor daño que un grupo terrorista ha causado a una potencia mundial, con 2.983 víctimas y una larga cadena de perjuicios humanos y económicos.
En particular, la imagen de las Torres Gemelas ardiendo cambió para siempre el horizonte de Manhattan y el mundo en que vivimos. Desde que los Boeing 757 y 767 de las aerolíneas American y United se usaron como misiles, se extendió el miedo a las matanzas indiscriminadas contra la población civil en una parte del mundo que se creía a salvo.
Esa mañana, el olor a quemado se nos hacía insoportable, porque sabíamos que entre esas llamas ardían cientos de seres humanos a los que ya nunca podríamos evitar cuando nos cruzásemos en un vagón atiborrado. Nos clavaban sus ojos desde los mosaicos de desaparecidos con los que sus familias habían empapelado la ciudad. Sonrientes, vestidos de boda o abrazando a sus hijos, siempre posando para la cámara, sin imaginar que esa imagen les perseguiría hasta después de muertos. Porque todos sabíamos que estaban muertos, pero nadie se atrevió a arrancar un cartel de la pared. Dejamos que pasaran las primaveras y los inviernos hasta que los elementos se encargaron de lavar las paredes y borrar la esperanza. Al Qaida había dado un gran golpe a uno de los símbolos de la economía mundial, el World Trade Center (WTC), y desataría la ofensiva de Estados Unidos. La respuesta para neutralizar a sus atacantes se ha extendido dos décadas, con la intervención armada en países musulmanes, como Afganistán, Irak o Siria, y la captura y ejecución de sus enemigos, estuvieran o no relacionados con el 11S.
Aturdimiento
El día que cayeron las Torres Gemelas por primera vez nos miramos a los ojos y vimos quién estaba detrás de esas pupilas suplicantes y aterrorizadas que nos rodeaban. En el aire flotaba el miedo, el olor a polvo y una gran necesidad de afecto. Manhattan se transformó en zona de guerra. Ninguno estábamos preparados para rendir nuestras vidas al apocalipsis, pero aceptamos entregar nuestras libertades a cambio de la seguridad prometida. En esos primeros días de septiembre del 2001 la zona cero llegaba hasta la calle 14, donde la Policía había erigido barricadas y los helicópteros militares se colaban de noche en los dormitorios con sus haces de luz y el insoportable zumbido de las hélices.
Al sur de esa franja artificial, la vida se había detenido, igual que luego se paralizarían en otras ciudades, como Madrid y París, donde los ataques suicidas se repetirían con diferentes modalidades en años posteriores. Los comercios del Soho estaban cerrados. El Bowery, desierto. Los adoquines del Greenwich Village parecían esperar coches de caballo y solo Chinatown se atrevió a seguir vendiendo pescados vivos en las aceras, cubiertas de una fina capa de cenizas. De Canal Street para abajo no pasaban más que los cuerpos de rescate y era una gigantesca escena del crimen acordonada por la Guardia Nacional.
Desde el primer impacto a las 8.45 en la Torre Norte, se tardarían nueve meses en limpiar los 1,8 millones de toneladas de escombros en que quedó reducido el WTC y quince años en devolverle la vida al complejo, todavía incompleto. Durante la siguiente década se asomarían los turistas para curiosear el gigantesco socavón. A pesar de los intensos esfuerzos de día y de noche, solo 18 personas fueron rescatadas con vida de entre los escombros, la última 27 horas después de que se desplomase la segunda torre, a las 10.28 horas.
Cuando el 7 de octubre cayeron las primeras bombas sobre Afganistán para castigar a los que alumbraron el plan «todavía estábamos en estado de shock», recuerda Jack Saul, un experto en traumas colectivos que vivía en esa frontera militarizada del Soho con Canal St.
Un país adicto a la guerra planeó dos invasiones al día siguiente
Al día siguiente del atentado, el vicepresidente Dick Cheney ya estaba pensando en invadir Irak, «pero no antes de que lidiáramos con Afganistán, donde los terroristas del 11S se habían entrenado y habían preparado el golpe», contó en sus memorias. Afganistán sirvió para abrir el apetito bélico del país, sediento de venganza. Encajaba con la narrativa de la Segunda Guerra Mundial que todavía fascina a EE.UU., al considerarse el Ejército que salvó a Europa de los nazis. El 11S fue el Pearl Harbor de esta nueva guerra que muchos creían totalmente justificada y contaba con el apoyo de los aliados de la OTAN.
Con los talibanes convertidos en los nuevos nazis, tenía todos los elementos para glorificar la contienda que engrasó la maquinaria de guerra al ritmo de 300 millones de dólares al día. Solo que esta vez el Plan Marshall no dio lugar a una próspera democracia. «Todas las guerras son una operación de malversación de fondos públicos», opina Sami Rasouli, fundador de Muslim Peacemaker Teams, que ha visto de primera mano el despilfarro.
Jack Saul, director del Programa Internacional de Traumas Colectivos (ITSP), cree que su país es adicto a las guerras. «Es parte de nuestra cultura e identidad como estadounidenses y lo que define nuestra posición en el mundo», explica. Al glorificar el «sacrificio» con esa cultura patriótica de Hollywood, toda una generación de jóvenes que vio caer las Torres Gemelas por televisión se alistaron al Ejército para defender a su patria. «Los que vivíamos en la zona afectada estábamos demasiado ocupados en ayudarnos unos a otros».
Pero quienes se dejaron influir por la propaganda mediática del Gobierno acabaron comprando la teoría de «la guerra justa» que, veinte años después, ha terminado sin la gloria prometida.
Las heridas abiertas de familiares de las víctimas y testigos
Aquellos que, sin quererlo, se encontraron en medio del atentado recuerdan el día que cambió sus vidas
Nadie pensó que las Torres Gemelas pudieran derrumbarse. Estaban diseñadas para aguantar la embestida de un Boeing 707, pero los ingenieros que las construyeron en 1972 no contaron con que los 767 con destino a California cargaría cada uno con más de 30.000 litros de combustible altamente inflamable que fundió las vigas estructurales de los edificios. El mundo contempló horrorizado el derrumbe preguntándose cuántas vidas habrían quedado sepultadas. «Serán más de las que ninguno de nosotros pueda soportar», respondió el alcalde Rudy Giuliani.
En un día cualquiera, 50.000 personas trabajaban en los 110 pisos de oficinas de cada torre y otras 140.000 pasaban por el complejo. La catástrofe pudo haber sido mayor, pero no por ello resultó menos dramática. De los 658 empleados que ese día fueron a trabajar a la compañía Cantor Fitzgerald solo se salvaron dos que habían bajado en ese momento a recibir a un visitante.
De los 15 bomberos que despachó la Estación 54 de Times Square a la que pertenecía Lenny Ragagglia no se salvó ni el conductor del camión. «¿Todos? ¡No puede ser!», recuerda Linda Taccetti que decía su padre mientras caía al suelo de rodillas al recibir la noticia por teléfono. Meses después, cuando veía que la montaña de escombros seguía humeando, se preguntaba si podría aparecer. Dos décadas después algunos se han entregado al culto de los recuerdos y otros no quieren ni hablar de ellos. Los que asistieron impotentes a la dramática búsqueda aún se preguntan cómo su propia tragedia pudo cambiar el mundo para siempre.
Sam Ellis, viudo de Vall Ellis, «broker» de 46 años
«Me hubiera gustado que nos fuéramos juntos»
Como la única mujer de su planta que llegó a ser socia en Cantor Fitzgerald, Val Ellis era una mujer inteligente que sabía poner en su sitio a los lobos de Wall Street. Ya trabajaba allí cuando en 1993 los terroristas hicieron explotar una bomba en el garaje del World Trade Center (WTC) que mató a seis personas. Cuando Sam, su marido desde hacía 18 años, vio desmoronarse la torre donde trabajaba Val, sabía que no había tenido tiempo de llegar hasta abajo. Aun así la buscó durante dos días y dos noches por todos los hospitales. «Se oían historias», recuerda. Hasta que le dijeron que ninguno de los 658 empleados de aquella empresa había sobrevivido.
Nunca supo qué hizo su mujer en las últimas horas o minutos de vida. Tan solo que cuando el avión impactó cinco plantas más abajo ella estaba al teléfono con alguien de la oficina de Los Ángeles, tramando otra de sus bromas a uno de sus compañeros. Val no hizo llamadas frenéticas, no se despidió de su marido, ni le dejó un mensaje en el contestador. Se evaporó en el volcán de escombros que engulló las vidas de cuantos no le hicieron caso, porque ella, durante los ocho años siguientes al primer atentado, le había dicho al presidente de la empresa: «Lo que tenemos que hacer es venderle este espacio a alguien que tenga más dinero que cerebro». El WTC era el símbolo del capitalismo mundial y su empresa ocupaba la corona. Aquel día no tuvo escapatoria. El tejado estaba cerrado. Ninguno de los que quedaron por encima del avión sobrevivió. En su vientre ardían casi 40.000 litros de combustible. Las llamas descendían como cócteles molotov por los huecos de los ascensores y las escaleras estaban bloqueadas por escombros incandescentes. «Si intentó bajar, no pasó de unos pisos». Por su personalidad audaz y juguetona, algunos piensan que se agarró de la mano de su amigo Viny y se lanzaron juntos al vacío. Sam más bien cree que murió asfixiada por el humo negro que invadió rápidamente las oficinas. Los que se tiraron en plancha probablemente estaban encima de ellos en el restaurante Windows of the World, donde murieron las 164 personas que se encontraban en un desayuno de ejecutivos del grupo Incisive Media Risk Water.
Aferrado al pasado
A esas horas, Sam todavía bajaba por Broadway cuando vio la torre de su mujer desplomarse y sepultarla para siempre. «Entonces creí que había más aviones a punto de estrellarse. Me puse a pensar qué objetivos atacarían y me encaminé hacia Madison Avenue, por si lo elegían. No quería vivir sin ella, me hubiera gustado que nos fuéramos juntos».
Él aún guarda su ropa en los armarios, ha ampliado sus mejores fotos para colgarlas en la pared y tiene sus cenizas encima de la chimenea. Al menos, las de un hueso del brazo y otro de la pierna, que le llegaron la noche del primer aniversario. Con el segundo hallazgo, a los dos años, no supo qué hacer. Le pareció bien la propuesta de dejarlo en la sala del Museo del 11S.
Ellis prefiere recordar los buenos tiempos. Pero Val ya solo gasta bromas en su cabeza. Ahí también se vuelven a ir de vacaciones a España y Marruecos, su último viaje juntos. Irónicamente, querían conocer mejor la cultura musulmana, pero no le guarda rencor, aunque quien se sentaba a los mandos del avión era Mohamed Atta con sus secuestradores.
Desde la muerte de su pareja, Ellis solo ha salido brevemente una vez con otra mujer, que ya conocía de antes. «No podía quitarme a Val de la cabeza», confiesa. «Me llenó para siempre. Sigo terriblemente lleno de ella».
Linda Tacceta. hermana del Bombero Ragagglia
«Estoy aterrada pensando que esto va a volver a pasar»
Durante años los padres de Lenny Ragagglia se resistieron a vender la casa de Staten Island en la que criaron a sus once hijos, porque uno todavía vaga entre sus muros. Su nombre está escrito en la calle que le dedicaron cuando del país todavía rendía culto a los héroes del 11S. Tenía 36 años, hoy estaría a un año de la jubilación. Sus dos hijos 7 y 10 cuando la abuela los recogió del colegio y les dijo que su padre «estaba desaparecido». Es una de las 1.500 personas que ese día se volatilizaron sin dejar rastro, el 40% de todos los fallecidos en el World Trace Center.
Hoy sus hijos son bomberos, como su padre y su abuelo, y su hermana Linda Tacetta por fin ha dejado de buscarlo. Se pasó 18 años rezando para encontrar «aunque fuera un hueso del tamaño de la punta de un dedo», hasta que un día se dio cuenta de que «a estas alturas, qué más da. Al contrario, sería otro duelo».
Una década más tarde enterraron un ataúd lleno de objetos personales en el cementerio de Staten Island, donde vivían 78 de los 343 bomberos fallecidos. De la unidad de Ragagglia no salió ninguno con vida. Cuando estaban en el piso 18 de la Torre Norte les encargaron encontrar los 56 ascensores para rescatar a quienes se habían quedado atrapados. «Estoy aterrada pensando que esto volverá a pasar. Cuando oigo hablar de 50.000 refugiados afganos me pregunto cuántos terroristas se habrán colado entre ellos. ¿Será seguro ir a Manhattan para celebrar el aniversario? Probablemente este sí; el siguiente, veremos».
Pat Oleszko. Vecina del Barrio de Tribeca
«¿Alguien se acuerda de lo que sentimos?»
La belleza y el horror no casan, pero cuando Pat Oleszko piensa en esa mañana de septiembre lo primero que se le viene a la memoria son los cuerpos que saltaban al vacío agarrados de las manos o a los abrigos cual «ridículos paracaídas». De fondo, un cielo azul radiante y cristalino, ofensivamente hermoso para esa dantesca imagen que una amiga trataba de ahorrarle a su hija tapándole los ojos al cruzar la calle.
Después, la nube de plástico y cascotes se tragó con un bramido ese cielo de Michelangelo y lo cubrió todo de polvo y basura. Papeles, muchos papeles. Un mar de documentos flotando en el aire. La explosión había abierto las tripas de las oficinas y escupido sus secretos al mundo. Olía mal, muy mal. Se fue inmediatamente a donar sangre pero no hacía falta. Los hospitales estaban vacíos. Casi no había heridos. O lo contabas o no lo contabas.
A su ojo de artista los amasijos de hierro retorcidos entre llamas humeantes se le antojaron insoportablemente bellos, «como si estuviera mirando a las puertas del infierno». La vida es para Pat una divina comedia para sus performances, pero esa mañana del 11S el propio Dante la guiaba por los nueve círculos sin alegoría alguna. Los siguientes dos meses los pasaría de voluntaria dando bandazos con su bicicleta entre el gigantesco cementerio de la zona cero y el centro de distribución de la calle West. Sus amigos tuvieron que sacarla de allí antes de que se consumiese en la labor. Cuando una tragedia mundial ocurre en la esquina de casa no hay escapatoria.
Desesperación
En otras partes de la ciudad la gente volvió a los cafés y restaurantes pero en la suya el mundo se paró. Ni electricidad, ni tiendas, ni escaparates, ni cita para el dentista. Tres de sus amigos murieron en las Torres Gemelas, hasta cuyo restaurante de cristales una vez se llevó a un amante para hacer el amor «on top of the world». Eso fue antes de que Nueva York perdiera la inocencia.
El 11S le parecía un problema local, pero no lo fue. «¿Cómo nos atrevimos a cambiar al mundo? Hace dos semanas murieron 3.000 personas en Haití y nadie se ha enterado. ¿Quién nos hemos creído que somos?», protesta indignada. Su barrio de Tribeca se recuperó, Robert de Niro lo puso de moda y los loft de artistas como el suyo se transformaron en restaurantes de moda. El stock market volvió a vibrar con cada campanada y el arte espontáneo de los amasijos de hierro fue sustituido por dos «piscinas» de mármol negro que considera «horrorosas», como todo lo que siguió a ese día.
«Combatimos la desesperación con desesperación. ¿Y si no hubiéramos ido a Afganistán ni a Irak? Lo podían haber pensado un poco más, ¿no? Les ganó la testosterona: tú me pegas y yo te lo devuelvo». Veinte años después, «¿alguien se acuerda de lo que sentimos?».