Aunque es una minoría de la población, se compone de un grupo heterogéneo de personas instrumentalizado cada vez más por la ultraderecha
05 sep 2020 . Actualizado a las 09:32 h.El 1 de agosto la capital alemana copaba los titulares internacionales. Unas 30.000 personas, que la policía a posteriori elevó a cerca de 40.000, recorrieron la ciudad para protestar contra las medidas adoptadas por las autoridades para frenar la propagación del covid-19, que ya ha dejado más de 242.300 contagiados y 9.200 muertos en el país. No se puede hablar de un único colectivo, pues entre los manifestantes hay familias con hijos, comerciantes descontentos, antivacunas, y partidarios de teorías conspiranoicas. Pero también cada vez más ultraderechistas, que como hicieron en la crisis de la deuda europea de 2008 y la de los refugiados de 2015, han aprovechado el temor de la sociedad para sus propios fines.
Todos ellos salen a las calles de Berlín para mostrar su indignación con los consorcios farmacéuticos, denunciar un supuesto complot orquestado por el multimillonario estadounidense Bill Gates y, sobre todo, exigir al Ejecutivo de Angela Merkel que recule en su gestión de la pandemia, que consideran exagerada y vinculan con la represión vivida bajo el régimen de la extinta RDA. Ello en un país donde en ningún momento ha habido confinamiento generalizado, y la mascarilla solo es obligatoria en lugares cerrados, tales como centros comerciales o transportes públicos. Los alemanes tienen muchas cualidades positivas, pero la flexibilidad, la capacidad de adaptación y la resiliencia no se cuentan entre ellas.
Consciente de eso, la canciller y su equipo de asesores han optado desde el principio por favorecer la recomendación sobre la prohibición. De poco ha servido, ya que el pasado sábado otros 38.000 negacionistas del coronavirus volvían a entonar sus lemas de protesta en el centro de Berlín. Pese a lo prometido por los organizadores, que habían presentado ante la justicia un concepto basado en el cumplimiento de las medidas de higiene y seguridad, de nuevo las mascarillas brillaron por su ausencia y tampoco se respetó el metro y medio de distancia. Aún más, en esta ocasión la marcha, que dejó varios agentes heridos y 300 detenidos, culminó con un intento de asalto al Reichstag, sede del Parlamento.
Las imágenes de cientos de ultraderechistas intentando forzar el cordón policial para subir las escaleras del edificio, cuya cúpula fue incendiada por los nazis en 1933, daban estos días la vuelta al mundo y provocaban una avalancha de críticas entre la plana política. Una cosa son las botellas y piedras lanzadas contra las fuerzas del orden, y otra muy distinta plantar pancartas con cruces gamadas y banderas del Tercer Reich, con los colores negro, blanco y rojo, en el símbolo de la democracia germana por antonomasia. «Unas escenas vergonzosas e intolerables», destacaron varios miembros del Ejecutivo sobre un movimiento instrumentalizado por la extrema derecha y que se radicaliza a un ritmo vertiginoso.
Incluido el portavoz de Merkel, quien agradeció que la inmensa mayoría de los 83 millones de personas que viven en Alemania se comporten «de manera responsable y prudente, al respetar las normas en tiempos de pandemia», mientras las infecciones y los rebrotes por el virus. No se equivoca Steffen Seibert, pues según la encuesta del canal ZDF, el 77 % de los alemanes ve con buenos ojos un endurecimiento de las medidas en los espacios públicos, aunque el 58 % es contrario al uso de la mascarilla en clase. Otro sondeo del instituto Forsa revela que el 91 % de la población rechaza las manifestaciones antirestricciones y hasta el 88% considera que el Gobierno ha gestionado bien la crisis.