Juan Carlos de Borbón (Roma, 1938) ha pasado en un lustro de ser el campechano a convertirse en una amenaza para la monarquía. Su vida no ha sido fácil y su final se presume con un final amargo y lejos de su amada España y de los que le quieren.
Ya le tocó nacer lejos, en Roma, y pasar su infancia en Estoril. El exilio forzoso no es nuevo para él. Sus antecesores tuvieron que huir de España en la Segunda República y a él le toco criarse en la vecina Portugal hasta que Franco recurrió a él para reponer a los Borbones en la jefatura del Estado y lo apadrinó en los últimos años de su dictadura.
Juan Carlos de Borbón se convirtió en un personaje apreciado para millones de españoles durante la Transición. Eligió a los más aperturistas del franquismo para volar de forma controlada la dictadura y consiguió que España avanzara hacia la democracia con paso firme a pesar de las reticencias de algunos nostálgicos del guerracivilismo. El 23F fue su espaldarazo definitivo al ponerse al frente de los demócratas ante la intentona golpista
Antes, apadrinó la legalización del PCE, el primer Gobierno socialista desde la Guerra Civil y otros cambios relevantes en la cultura política española. Se convirtió en un hábil diplomático con el mundo árabe, algo que a la postre le ha acabado creando problemas con la Justicia, y fue clave en gestiones como la consecución de la organización de los Juegos Olímpicos de Barcelona 92.
Juan Carlos de Borbón era feliz con sus amigos, sus regatas, sus comidas y su vida en un discreto segundo plano hasta su particular calvario en cuatro estaciones. La primera parada llegó en la lejana Botsuana en el 2012. Una mala caída mientras cazaba elefantes supuso el principio del fin. España se consumía en una grave crisis y, mientras todo el mundo hablaba de apretarse el cinturón, el jefe del Estado disfrutaba de unas vacaciones de lujo.
Con la cadera rota, apoyado en unas muletas, masculló un poco creíble acto de contrición. «Perdón, no lo volveré a hacer», nos contó desde el pasillo del hospital casi sin alzar la voz.
Pero había muchas sombras. Para entonces ya estaba implicado en negocios que ahora le han pasado factura.
Tuvo que renunciar a los pocos meses, y a regañadientes, al trono. Y alejarse de la que era su pareja extraoficial en una ruptura en la que se dejó parte de su fortuna.
Juan Carlos de Borbón dejó de ser el rey para convertirse en uno más. Lo que era un secreto a voces dejó de ser secreto y las sombras de sus amistades y sus negocios le ha acabado por pasar una factura que desmerece la mayor parte de su reinado.
Después de Botsuana le arrolló el tren de La Meca y las comisiones del AVE que le reportaron unos cien millones de dólares que acabó «donando» a Corinna. Siguió en La Zarzuela, pero Felipe VI instaló un cortafuegos para proteger la monarquía.
El emérito se va, probablemente rumbo al Caribe, para su penúltima estación. Deja atrás el recuerdo de sus esfuerzos en pro de la democratización de España y el interés en salvar el trono de su hijo. Lástima que no lo hubiera pensado mejor antes de emborronar su legado con unas comisiones que ya no necesitaba para vivir.
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