«La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba». Durante esta crisis, vuelvo una y otra vez al comienzo del libro de la escritora estadounidense Joan Didion El año del pensamiento mágico. Y la historia que hoy me lleva a pensar en estas líneas es la de Francesco, el chico italiano que contrajo el covid-19 hace casi tres meses, y que fue salvado gracias a un trasplante doble de pulmón. Los hechos salieron a la luz hace unos días: joven de 18 años, sin patologías previas; 2 de marzo, fiebre alta repentina. Unos días después es intubado. Las condiciones empeoran de hora en hora. Las palabras de los médicos al describir sus pulmones son estremecedoras: estaban «quemados», dicen, «eran como de madera, extremadamente pesados, y en algunas zonas estaban destruidos». Los familiares son advertidos de que solo un milagro le puede curar. Pero pasan más días y el primer rayo de esperanza se produce a mediados de abril. En una consulta entre los médicos se decide intentar la vía del trasplante doble, un camino que solo se había intentado hasta ahora en China. A mitad de mayo se lleva a cabo la operación, y, después 58 días intubado y asistido por las máquinas, Francesco vuelve a nacer.
Las historias así nos dan que pensar. Porque la vida también es irónica: se necesita tristeza para saber lo que es la felicidad; ruido para apreciar el silencio y ausencia para valorar la presencia. «El agua se aprende por la sed -nos dice Emily Dickinson-; la tierra, por los océanos atravesados; el éxtasis, por la agonía. La paz se revela por las batallas; el amor, por el recuerdo de los que se fueron; los pájaros, por la nieve». Tal vez esta mala costumbre de no valorar lo que tenemos sea un defecto de fábrica. O tal vez tengamos el alma seca, algo como esos pulmones de madera arrasados por la enfermedad que le extirparon a Francesco.
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