La crisis del coronavirus tiene dos vertientes, ambas de enorme trascendencia: la sanitaria y la económica. Es obvio que la prioridad entre las dos corresponde a la primera, porque lo primero que debe proteger el Gobierno es la salud de los ciudadanos. En este sentido, las severas medidas que ha determinado el Ejecutivo de Pedro Sánchez de confinamiento a la población se han encontrado con una comprensión conmovedora por parte de la inmensa mayoría de la ciudadanía.
Pero la parte económica de esta historia de terror que estamos viviendo es también de una importancia capital. Las empresas están siendo sometidas a un estrés del que a algunas les va a resultar imposible salir incluso cuando esto llegue a su final. Es por ello que las decisiones que se tomen desde el Gobierno han de ser ponderadas y muy meditadas, sin caer en la demagogia de una presunta y engañosa defensa a ultranza de los trabajadores.
Si desde el Gobierno no se alcanza un equilibrio entre la salvaguarda de los empleados y de las propias empresas, la desfeita que nos vamos a encontrar finalmente será de proporciones irresolubles y acabará pagando todo el mundo.
Primero anunciaron restricciones a los despidos, ayer, permisos retribuidos recuperables. Ojo, que para algunas empresas la situación ya es insostenible. Y además, ¿quién nos garantiza que este período de las vacaciones pagadas por las empresas tendrá su punto y final con la Semana Santa?
Realmente, no parece muy justo el trato del Gobierno al tejido empresarial. Ni parece razonable pensar que la complejidad de la situación que vivimos legitime cualquier acción. Van pasando los días y a lo largo de ellos escuchamos una y otra vez que ahora no es el momento de las críticas, que de lo que se trata es de arrimar el hombro. Perfecto. Mejor todos juntos que cada uno por su lado, pero hay que ir pensando ya que en algún momento llegará la hora de depurar responsabilidades.
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