El ciclista Lance Armstrong apostó por Uber cuando solo valía 3,7 millones. Detrás fabulosas inversiones como esta se encuentra el consejo de un asesor y dosis de oportunidad, capacidad de anticipación, suerte y valentía
19 mar 2019 . Actualizado a las 00:04 h.Cuántos desearían que su fortuna personal fuese tocada por el milagro de los panes y los peces, ese que obró Jesús y que permitió dar de comer a toda una multitud a partir de una pequeña cantidad de alimento. Pero en cuestiones de dinero, la intervención divina pinta poco, sino nada. Estas son algunas de las mejores inversiones de la historia.
El pionero que se aprovechó del crac del 29
Jesse Livermore no compartía la euforia que se respiraba en los parqués. Y eso que el Dow Jones se había multiplicado por cinco en el último lustro. Tras alcanzar proporciones épicas los préstamos para adquirir acciones, los títulos empezaron a estabilizarse. Fue entonces cuando Livermore realizó su mayor short (una venta en corto). Ese 24 de octubre de 1929, que pasaría a la historia como el Jueves Negro, y mientras la bolsa de Nueva York se desplomaba, él ganó 100 millones de dólares, el equivalente en la actualidad a 1.470 millones de dólares.
Cuando Lance Armstrong se hizo de oro
El exciclista estadounidense invirtió 100.000 dólares en esta aplicación en el 2009 -cuando todavía pedaleaba por los Campos Elíseos- sin olerse que una década después recogería pingües beneficios. Uber era entonces un fondo minúsculo valorado en 3,7 millones de dólares. Hoy esta empresa vale 120.000 millones. Sin duda, un desahogo financiero para Armstrong, que fue despojado de sus títulos por dopaje, confesión que acarreó gastos cuantiosos en abogados, acuerdos judiciales, demandas y pérdidas de patrocinadores. En una entrevista a la CNBC aseguró que la inversión salvó a su familia de la ruina. Y es que su participación vale más de 2.000 millones de dólares
Con 16 años y millonario
Ya en la escuela de primaria, Sudarshan Sridharan, de Carolina del Norte, se sentía fascinado por la bolsa de valores. Escuchaba información económica en la radio y su padre le compraba libros sobre inversión. Haciéndose dos preguntas clave -¿existirá esto dentro de diez años? y ¿esto es algo que la gente necesita?-, Sridharan compró acciones de Microsoft, Adobe, Google o Netflix. En solo tres años se embolsó más de 43.000 dólares. Con dieciséis años gestionaba cerca de un cuarto de millón del dinero del retiro de sus padres.
Veinte acciones de Coca Cola
En los años 20 del siglo pasado, un banquero local, Mark Welch Munroe, recomendó a los vecinos de una pequeña localidad de Florida de apenas 7.000 habitantes que comprasen títulos de la compañía del famoso refresco y que nunca los vendieran. Antes de que estallase la II Guerra Mundial, Quincy se había convertido ya en el pueblo con mayor riqueza per cápita de los Estados Unidos. Una alegría económica que permitió sobrellevar episodios de depresión, como cuando en los años 60 la crisis de la industria local del tabaco disparó el paro hasta el 38 %. Se dice que los ricos de Coca Cola salieron al rescate de los afectados, pagando facturas e incluso haciéndose cargo de los regalos de Navidad. A día de hoy todavía quedan algunos millonarios, herederos de aquellos primeros cazafortunas.
Criptomonedas, cara y cruz
Nunca hay que despreciar los regalos de las abuelas, como los mil euros que, gracias a la suya, recibió Erik Finman. Con esa cantidad arrancó el reto que le había propuesto a sus padres: evitar la universidad si cumplidos los 18 era millonario. Erik invirtió ese dinero en monedas virtuales. Fundó una startup, Botangle, para encontrar profesores en la web y dirigida a estudiantes frustrados, como él. Luego vendió la empresa por 300 bitcoins. Ganó seis millones. Su próximo proyecto es lanzar al espacio un satélite con una cápsula digital del tiempo dentro. También ha creado un traje robótico de cuatro brazos para un niño con problemas de movilidad y tiene la intención de abrir una escuela.
Pero el mundo de las divisas digitales también se mide por numerosos fracasos, debidos precisamente a sus fluctuaciones repentinas de valor. El empresario Peter McCormack dirigía en el 2016 su agencia de publicidad en Londres. La buena marcha del negocio lo animó a invertir en bitcoins. A finales del 2017, una criptomoneda valía ya 20.000 dólares. Ganó más de un millón. Las mareantes cifras invitaron al derroche. Se propuso comprar el club de fútbol de sus sueños, el Bedford... y la burbuja estalló. El bitcoin se desplomó. Esperanzado de que habría un repunte, no vendió. Lo perdió todo.
El ama de casa que confió en Apple
Corría el año 1985 y la empresa de la manzana todavía no era ni la sombra del gigante en el que luego se convertiría. Donna Fenn poco sabía de Apple. Solo que había visto a Steve Jobs en la portada de una revista de Nueva York. Aconsejada por un corredor de bolsa que estaba saliendo con una amiga suya, decidió comprar algunas acciones, a 39 centavos cada una. El año pasado su inversión había crecido más de un 50.000 %. Nunca desveló cuántos títulos había adquirido. Hoy Fenn es conocida por sus publicaciones sobre negocios, en las que da consejos de cómo iniciarse en el emprendimiento.