Luis Inázio Lula da Silva, el político más popular de la historia contemporánea del subcontinente americano, ya durmió en la noche del sábado en la prisión de Curitatiba y no en el flamante triplex de la Guarujá, con vistas al mar, que ha sido el detonante de su condena judicial a 12 años y un mes de prisión por corrupción.
15 abr 2018 . Actualizado a las 08:05 h.Esta vez las causas de su privación de libertad nada tienen que ver con las de abril de 1980, hace ya 38 años, cuando el entonces líder del Sindicato de los Metalúrgicos del ABC (región metropolitana de Sao Paulo) fue detenido en su domicilio sin un mandato judicial. Eran tiempos en los que dictadura militar instaurada en 1964 y que acababa de cumplir 16 años en el poder agonizaba, pero todavía no estaba muerta.
El expresidente brasileño y actual favorito en las encuestas para las presidenciales del próximo octubre ingresó en prisión como resultado de un proceso judicial iniciado hace casi dos años, en el que se le culpa de recibir un apartamento de tres plantas en Guarujá, en el estado de Sao Paulo, de parte de la constructora OAS, en señal de agradecimiento por los contratos recibidos por esta empresa de la estatal Petrobras.
La sentencia, dictada en su día por el juez Sergio Moro ha había sido confirmada en segunda instancia por un tribunal de Porto Alegre y, a pesar de no haber agotado todos los recursos, era ya ejecutable, según decidió el pasado miércoles el Tribunal Supremo Federal de Brasil.
Si en 1980 el sindicalista Lula solo pasó 31 días entre rejas, seis de ellos en huelga de hambre, en esta ocasión el expresidente tal pasará aún menos, porque ese no parece ser el fin último de la condena recaída sobre un reo de 72 años que, en el peor de los casos, no tendrá problemas para lograr que le permuten casa por cárcel, porque la valiente decisión judicial ya ha conseguido hacer verosímil eso de que en un estado de Derecho todos los ciudadanos son iguales ante la ley.
Paradójicamente esto ocurre en un país que durante siglos ha tenido un sistema judicial lento, corrupto e ineficaz en el que el poder y el dinero mandaban más que la justicia, donde el «rouba mas faz» (roba, pero resuelve) era un cumplido para un político, y donde al fiscal general se le conocía como el «engavetador general» (archivador general).
Ironías del destino, ese panorama empezó a cambiar en 2003 con la llegada de Lula a la presidencia de la primera potencia en ciernes del subcontinente americano que había iniciado su despegue bajo presidencia de su antecesor, Fernando Henrique Cardoso. Desde su primer gobierno, con un talante claramente progresista, acometió reformas sociales y económicas radicales que permitieron triplicar el PIB per capita del país con un crecimiento anual del 7,5 % en los tiempos en los que la crisis económica hundía Europa.
El gobierno de Lula duplicó el tamaño y el equipamiento de la policía de un país con 200 millones de habitantes y acometió reformas judiciales de envergadura como la de permitir que el ministerio público nombrase al fiscal general. También unificó al poder judicial, que hasta entonces estaba desmembrado.
Poco a poco comenzó a florecer un poder judicial independiente. Así, el Reporte Global de Competitividad 2013-2014, que realiza el Foro Económico Mundial incluye un ránking de independencia judicial en el que de los 148 países medidos, Brasil ocupa el puesto 55. De América Latina solo están mejor posicionados Uruguay -en el puesto 25-, Chile -en el 27- y Costa Rica, en el 37. Otros países fronterizos con Brasil como Argentina están relegados al 132, Paraguay al 146 y la Venezuela de Nicolás Mauro al 148.
En este contexto Brasil destaca por ser el país de mayor transparencia judicial en América Latina y probablemente en el mundo, seguido por Costa Rica. En los sitios web de sus tribunales es posible revisar el proceso que a uno se le ocurra y ver lo actuado en todas las instancias. Eso, según los expertos, permite analizar con lujo de detalles el desempeño del Poder Judicial.
Fue ese poder judicial independiente, al menos una parte del mismo, el que hizo aflorar una corrupción que llevaba décadas incrustada en la vida pública y que había crecido al mismo ritmo que la economía del país. En esa tarea jugó y sigue jugando un papel destacado Sérgio Moro, el juez encargado del caso Petrobras en la primera instancia y que encarna las virtudes que buscan los críticos de la clase política: licenciado en Harvard, doctorado en Derecho, esclavo declarado de la ley. Un profesional que tomó buena nota del papel que asumió en su día Giovani Falcone en Italia y de la estrategia seguida en la instrucción del proceso Manos Limpias, como dejó constancia en un artículo publicado ya en el año 2004.
Pero Sêrgio Moro no es un llanero solitario. La lucha anticorrupción de Brasil es mucho más grande que este juez. Los fiscales e investigadores que manejan los casos de corrupción a lo largo y ancho del país han logrado 157 condenas, llegando a recuperar más de 12.000 millones de dólares y están saturados con la cantidad de pistas acumuladas.
El trabajo de todos ha resonado más allá de las fronteras de Brasil logrando que funcionarios estadounidenses lo califiquen como el mayor acuerdo trasnacional por sobornos logrado por el Departamento de Justicia de Estados Unidos. Ese acuerdo ya ha propiciado el arresto de un ex presidente peruano y han dado pie a investigaciones criminales en varios países latinoamericanos que avanzan en función del sistema judicial de cada uno de ellos.
La operación Lava Jato, que ha sido el punto de arranque de todos estos procesos tiene conmocionado a un país sumido en una profunda crisis política y económica que parece haber perdido la esperanza de que todo vaya a mejor cuando todos los culpables estén en la cárcel. «El futuro es sustituir a las personas por las instituciones y salvarnos sin salvadores», sostiene Ayres Britto, que fue juez del Tribunal Supremo nombrado por Lula entre 2003 y 2012.
Pero un futuro con la clase política entre rejas plantea el interrogante de quién liderará el país, máxime cuando por primera vez desde el retorno de la democracia los mandos del ejército se permiten hacer pronunciamientos políticos con amenazas veladas y en el que las encuestas para las presidenciales del próximo octubre se coloca en segundo lugar Jair Messias Bolsonaro, un ex militar ultraderechista, ex policía homófobo y racista, defensor de la dictadura.