La dificultad no está en que Gran Bretaña se vaya sino en que inmediatamente tiene que volver en calidad de socio comercial externo para que la economía europea siga funcionando
30 mar 2017 . Actualizado a las 16:32 h.En principio, Gran Bretaña contaría con una gran ventaja a la hora de negociar su separación de la Unión Europea: la experiencia. Porque, aparte de un gran centro financiero, Londres es también la capital mundial del divorcio. Es allí a donde van a litigar sus separaciones matrimoniales los ricos y famosos de todo el planeta, atraídos por la seriedad de su sistema judicial y la implacable eficacia de sus abogados.
Pero la salida del Reino Unido de la Unión Europea no es un divorcio. O al menos esa parte no tiene tanta importancia. Al no formar parte ni de la eurozona ni del espacio Schengen, Gran Bretaña siempre ha tenido un pie fuera y su marcha es una cuestión más bien técnica, más prolija que problemática. La dificultad no está en que Gran Bretaña se vaya sino en que inmediatamente tiene que volver en calidad de socio comercial externo para que la economía europea siga funcionando.
Ni siquiera esto tendría por qué ser complicado. La UE acaba de firmar un amplio acuerdo de libre comercio con Canadá, el CETA, que elimina el 98 por ciento de los aranceles entre las dos partes y que no implica la libre circulación de trabajadores, que se supone que es el obstáculo insalvable en el caso de Gran Bretaña.
Es cierto que Canadá tan solo dirige un 10 por ciento de sus exportaciones a la UE frente al 45 por ciento de Gran Bretaña. También es cierto que el CETA ha requerido siete aburridos años de gestación. Pero, precisamente porque el mutuo interés es mayor en el caso del Reino Unido, debería ser más fácil cerrar un acuerdo. Éste no tendría que ser aprobado unánimemente por los estados miembros, que es lo que retrasó el CETA, sino por mayoría simple.
Relación beneficiosa
Existe, pues, un modelo para una relación mutuamente beneficiosa entre Gran Bretaña y la UE. Pero, irónicamente, ese es el problema: que puede salir incluso demasiado bien. En Bruselas ya se muerden las uñas en el secreto de sus despachos porque los británicos no están sufriendo la fuga de inversores ni la inestabilidad económica que les habían anunciado en caso de votar por el brexit. Si ahora se concluyese un acuerdo rápido e indoloro, brexit quedaría reivindicado como una buena idea; y esto es lo que la Unión Europea quiere evitar a toda costa, atrapada en un exagerado y contraproducente temor a que haya más fugas.
El peligro de la negociación que se avecina está ahí: en una posición demasiado ideológica por parte de una Unión Europea, que podría preocuparse más por restablecer su prestigio y «darle una lección» a los británicos que por resolver un problema práctico.
Afortunadamente, los líderes electos de los estados miembros verán la cuestión de manera más pragmática y frenarán esas ansias de venganza. Así hay que interpretar las declaraciones que salían ayer de Alemania. Pero si se deja que el deseo de revancha se imponga a lógica de un acuerdo, Gran Bretaña y Europa pagarían un alto precio. Al final, en eso sí que podría acabar pareciéndose a un divorcio.