En el 2005, tras los atentados del metro de Londres, la revelación de que los autores habían sido musulmanes británicos supuso una conmoción para la opinión pública. A partir de entonces se ha hecho un esfuerzo adicional de integración
25 mar 2017 . Actualizado a las 10:01 h.A muchos les habrá llamado la atención la reacción de las autoridades y del público en Gran Bretaña tras el atentado de Londres. Inmediatamente se les cedió la palabra a los responsables de la policía. Los políticos, que habían sido uno de los objetivos directos del terrorista, permanecieron en un discreto segundo plano. Es cierto que el ataque no ha tenido las dimensiones físicas de los que han asolado Francia (aunque su peso psicológico no es desdeñable), pero aún así el contraste es llamativo. En Francia, tras cada atentado, el presidente Hollande ha reaccionado de forma solemne y emotiva, casi apocalíptica. Se ordenó a la aviación bombardear inmediatamente objetivos del Estado Islámico en Siria, se declaró el estado de emergencia y se desplegó al ejército en las calles.
En Gran Bretaña simplemente se ha anunciado un refuerzo del dispositivo policial. El debate sobre si los policías deberían llevar armas se ha cerrado al poco de abrirse, incluso cuando el agente que resultó muerto quizás hubiese podido salvar la vida de haber llevado una pistola.
Flema y pragmatismo
Todo esto se explica en parte por el carácter nacional. Como todos los tópicos, la teatralidad francesa y la flema británica, por superficiales que parezcan, tienen una base cultural real. También hay una constatación empírica de que la emotividad tras un atentado, las manifestaciones multitudinarias, las vigilias con velas y los monumentos iluminados con los colores nacionales no producen un rearme de la moral de los ciudadanos sino que, al contrario, amplifican el efecto de los atentados. En Israel, donde hay una cierta experiencia en esta clase de cosas, se aplica a rajatabla la política de borrar cuanto antes las trazas visibles de los ataques y se intenta minimizar su impacto en la opinión pública. Estos días en Gran Bretaña se ponía incluso de ejemplo a España, donde los atentados del 11M no provocaron un aumento apreciable de la xenofobia, aunque quizás este sea un caso mal comprendido: hubo mucha hostilidad, solo que, por las particulares circunstancias en las que se encontraba el país, se desvió al debate político interno.
Pero aparte de la flema y el pragmatismo, hay una tercera razón por la que Gran Bretaña tiende a dar esta respuesta calmada a la violencia yihadista. En el 2005, tras los atentados del metro de Londres, la revelación de que los autores de aquella matanza habían sido musulmanes británicos supuso una conmoción para la opinión pública. A partir de entonces se ha hecho un esfuerzo adicional de integración, creando canales de comunicación de la policía y las autoridades con la comunidad musulmana, identificando a predicadores potencialmente peligrosos y facilitando la entrada de musulmanes en política. Algunas de estas iniciativas han dado frutos, otras han derivado en una ingenua práctica de una corrección política de la que incluso se han aprovechado los radicales. Pero el hecho es que existe la voluntad, por parte de todo el espectro político, de evitar a toda costa una fractura en la sociedad.