El Decano de la Facultad de Formación del Profesorado y Educación de la Universidad de Oviedo aborda el polémico tema de la conveniencia o no de que los estudiantes tengan deberes
08 nov 2016 . Actualizado a las 05:00 h.Dicen las estadísticas que en España se mandan más deberes que en el resto de los países de nuestro entorno pero a la vez, y sin que se le haya concedido la misma importancia en los debates al respecto, esas mismas estadísticas dicen que somos con mucha diferencia el país que más contenidos tiene en sus programaciones y que más depende del uso de los libros de texto para desarrollarlas.
Una vez pasado este frío fin de semana de huelga de deberes, esos dos culpables, el currículo excesivo y la rigidez del libro de texto, se han ido una vez más de rositas mientras que familias y educadores se han visto enzarzados en una interminable discusión de blancos y negros sin encontrar al parecer un punto de encuentro intermedio.
Si se forma a los docentes para que tomen decisiones y para que actúen con criterios propios en función del contexto y del estudiante; si se nos llena la boca con palabras como innovación, autonomía, liderazgo, toma de decisiones, flexibilidad, proyectos, aprendizaje cooperativo... ¿A qué viene entonces atiborrar de contenidos y de ejercicios las tareas y el día a día? ¿Por qué se lleva el dineral que se lleva la inversión en unos libros de texto que generalmente plantean una sucesión de temas y ejercicios estáticos y repetitivos y que no caben ni queriendo en una jornada lectiva?
Lo que se llevan a casa los estudiantes no son generalmente tareas de profundización, de entrenamiento o de desarrollo, son, mayoritariamente, las cuestiones que no ha dado tiempo a terminar en clase.
Los sucesivos legisladores han ido dejando su huella en los currículos escolares. Cada ley educativa ha ido sumando contenidos, competencias, criterios de evaluación y estándares de aprendizaje sin retirar prácticamente nada de lo que había antes. El resultado es un conjunto apelmazado de contenidos que se repiten año a año sin permitir una adecuada profundización y ocasionando desmotivación en el alumnado. Es lógico que a los docentes y a los estudiantes no les dé tiempo a desarrollar una planificación si a la hora de hacerla el legislador no ha pensado lo suficiente en si es factible o no llevarla a la práctica.
Habrá sin duda chicos y chicas que acaben superando estas dificultades, familias en las que los padres y las madres posean los conocimientos necesarios para ayudarles y que puedan además, robar algo de tiempo a sus maratonianas jornadas de trabajo para hacerlo. Habrá también quien pueda costear unas clases particulares en las que los estudiantes reciban ayuda específica o vean aclaradas sus dudas.
Por este sendero, la educación, una institución pensada para ser motor y generador de igualdad de oportunidades acabará convirtiéndose en un semillero de diferenciación y de desigualdad.
Creo que esta excesiva carga de trabajo de nuestros estudiantes se presenta hoy ante nosotros como un síntoma de un problema mucho más grave, la falta de criterios educativos a la hora de tomar decisiones educativas. Hace no mucho se decía que esos mismos estudiantes no trabajaban lo bastante y que no estaban suficientemente preparados, el resultado de ese insistente discurso ha sido una vez más un irresponsable incremento de los contenidos en las programaciones. Parece que en este país entendemos que la solución a todos nuestros problemas es siempre aumentar las horas de trabajo sin preocuparnos realmente por la calidad y efectividad de ese trabajo.