Obama deja un legado positivo pero frágil

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TY WRIGHT | afp

El primer presidente afroamericano de Estados Unidos no ha pretendido ser un mandatario pacifista, pero sí ha sido , a diferencia de su antecesor, un dirigente prudente

06 nov 2016 . Actualizado a las 09:53 h.

Este año se han estrenado no una sino dos películas sobre la vida de Barak Obama. Southside with You transcurre en un solo día, durante una cita entre el que será presidente de Estados Unidos y la que será su mujer, Michelle. La otra, Barry, también nos muestra a Obama todavía en su juventud, como estudiante universitario en Nueva York.

Es llamativo que ninguno de los dos filmes se ocupe de su tiempo como presidente de Estados Unidos. Y quizás también sea significativo. Es cierto que a la presidencia de Obama le faltan grandes momentos dramáticos que puedan servir para construir un guion de cine. Posiblemente la única excepción sea la caza y muerte de Osama Bin Laden, pero este es un episodio demasiado extraño a la figura y el mito del primer presidente afroamericano de Estados Unidos.

¿Cuál es, entonces, el legado que puede dejar esta presidencia que se encamina hacia su final? «Estoy condenado a decepcionar a algunos, o puede que a todos» escribía el propio Obama en La audacia de la esperanza, su libro del 2006. Efectivamente, para valorar sus dos mandatos presidenciales es necesario prescindir de las expectativas que despertó la presidencia de Barak Obama, a todas luces excesivas, y centrarse en los hechos.

Ante todo hay que distinguir dos períodos muy diferentes. Durante sus dos primeros años en el cargo Obama tuvo ante sí una oportunidad excepcional para llevar adelante sus políticas. Además de una victoria electoral rotunda y una popularidad nacional e internacional que rozaba el mesianismo, Obama disponía entonces de un Congreso con mayoría demócrata en ambas Cámaras. Para muchos, esta fue su gran oportunidad perdida. Obama retrasó demasiado su proyecto estrella, su ambiciosa reforma sanitaria, en un intento ingenuo e inútil de consensuarlo con los republicanos. Al final, solo se pudo aprobar una versión escuálida del proyecto original, que aun así ha servido para proporcionar cobertura médica a más de veinte millones de personas que carecían de ella por completo. Pero esa batalla convirtió a Obama en un enemigo a batir para un Partido Republicano radicalizado que, a partir de enero del 2011, se hizo con el control del Senado.

Segundo mandato

Empieza entonces la segunda etapa del mandato presidencial del demócrata, en la que ya no tenía posibilidad de introducir reformas profundas. Ante esto, Barack Obama fue utilizando con más frecuencia el decreto presidencial, un mecanismo legal con muchas limitaciones y que puede ser revocado por el Tribunal Supremo. Es lo que sucedió con otro de sus proyectos más ambiciosos, la reforma del sistema de inmigración. Aunque Obama consiguiese legalizar el estatus de centenares de miles de niños extranjeros, fracasó en su intento de extender esa amnistía a sus padres.

A falta de grandes transformaciones, Obama puede presumir en cambio de una buena gestión: rescató lo que quedaba de la industria norteamericana del automóvil, impulsó decisivamente las energías renovables, el paro se redujo a la mitad durante su presidencia...

En política exterior sus logros son aún más visibles. El premio Nobel de la Paz que recogió a los nueve meses de jurar en el cargo fue una anécdota incómoda -se preparaba en ese momento para reforzar la presencia militar norteamericana en Afganistán-. Obama no ha sido, ni pretendió nunca ser, un presidente pacifista como Jimmy Carter; pero sí ha sido un presidente prudente. Esto ya supuso un cambio radical respecto a su antecesor, George W. Bush.

Es posible que su resistencia a intervenir militarmente en la resaca de la Primavera Árabe, especialmente en Siria, Obama haya debilitado la capacidad disuasoria de Estados Unidos, pero su contención ha evitado catástrofes mayores. Su única concesión al aventurerismo, la por otra parte bastante discreta intervención en Libia -«el peor error de mi presidencia», como diría él mismo-, fue en realidad una iniciativa de su secretaria de Estado, Hillary Clinton.

Pero Obama tiene además en su haber el fin parcial del embargo a Cuba, un anacronismo evidente pero correoso, y el acuerdo nuclear con Irán. Este tuvo que vencer todavía mayores resistencias, pero apunta a un cambio radical de la estrategia norteamericana en Oriente Medio, hasta ahora demasiado condicionada por los intereses de Arabia Saudí e Israel. El Nobel de la Paz sigue resultando excesivo, pero Barak Obama ha hecho del mundo un lugar un poco más seguro, lo que no es poco.

Otra cosa es el futuro de todo este legado. Aunque Obama no llegó como un paracaidista de la política como, por ejemplo, Donald Trump, tampoco era un candidato del establishment. Ganó la presidencia sin una base partidaria propia -siete años antes de su nominación ni siquiera había podido conseguir una credencial para asistir a la de Al Gore-. Para poder ganar, Obama tuvo que aceptar la tutela de la nomenclatura demócrata. El precio fue su compromiso a dejar paso a Hillary Clinton más adelante y aceptar que su propia presidencia sería únicamente un paréntesis. Si Hillary gobierna, es muy posible que respete, e incluso profundice en ellas, sus reformas en materia de derechos ciudadanos; pero es mucho menos probable que mantenga su línea prudente en política exterior. Si gana Donald Trump, Obama se verá no como un paréntesis, sino como una rareza, quizás una edad dorada.

La epopeya de ser el primero

Por último, queda el hecho mismo de que un afroamericano haya llegado por primera vez a la presidencia. Es por eso por lo que las dos películas que se han estrenado ya sobre su vida nos lo muestran en su juventud: para realzar esa epopeya, esa tardía confirmación del sueño americano.

Pero este sería un legado pobre para un presidente en el que se depositaron tantas esperanzas. También sería injusto. Su presidencia no ha sido épica ni dramática como la de Franklin D. Roosevelt o la de George W. Bush; tampoco glamurosa o escandalosa como las de John Fitzgerald Kennedy o Bill Clinton. Pero ha sido estable y civilizada como, por ejemplo, la de Dwight D. Eisenhower. Es posible que, como se temía en el 2006 al escribir su libro, haya decepcionado a algunos, pero desde luego no ha decepcionado a todos.