Arte, espíritu e inteligencia artificial

OPINIÓN

Inteligencia artificial
Inteligencia artificial FREEPIK | EUROPAPRESS

30 abr 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Se supone que el desarrollo de la inteligencia artificial (IA) y la robotización va a propiciar una alteración de las relaciones y formas de producción de tal envergadura que, en un futuro no muy lejano, la mayor parte del trabajo humano pierda valor y relevancia, desplazado por aquéllas. En las utopías del maquinismo y del despliegue máximo de la IA, se dibuja la abundancia de bienes sin necesidad de invertir nuestro tiempo para su obtención y se asegura la posibilidad de otorgar a todos los humanos una parte de ellos para, al menos, garantizar su subsistencia. El hombre de ese tiempo venidero, dedicado en buena medida a la reflexión, al arte y la creación en todas sus formas, al disfrute del tiempo libre y al cultivo del pensamiento, se convertiría en una suerte de privilegiado filósofo de la academia platónica, sin que el sustento viniese del trabajo esclavo sino de la automatización y la IA. Si conseguimos alcanzar esa arcadia tecnológica o consolidamos regímenes totalitarios sostenidos en la IA, está por ver.  

Lo curioso, sin embargo, es que los usos de la IA no han empezado su tarea revolucionaria por desplazarnos radicalmente de las tareas productivas, aunque sin duda puedan llegar a hacerlo, o a convertirlas en irreconocibles (y en muchos de nosotros en inadaptados). Por donde han comenzado con fuerza es por ocupar aquello a lo que, supuestamente, nos íbamos a dedicar una vez liberados del trabajo o de buena parte de él. El despliegue de la IA generativa en el sector de la creación literaria, la composición musical, las artes o en la producción audiovisual es fulgurante, con incidencia en el mercado, que premia esta tendencia. La producción con IA generativa en todos los campos y los programas a disposición para ello crecen exponencialmente, y ponen en cuestión todas las técnicas creativas. En efecto, provocan que la formación reglada o autodidacta, inherente hasta ahora al recorrido creativo, pueda ser en buena medida prescindible. La dedicación del artista a su obra, verdadero motor del espíritu creativo y una de las mayores expresiones de la aventura humana, pasa a ser un elemento secundario del proceso. Con la IA generativa, se puede tener la ensoñación de escribir más dramas que Lope de Vega, componer más que obras que Bach, ser más prolífico en imágenes que Rubens y, dentro de poco (Sora abre el camino y esta vez no lo frenarán los sindicatos de actores y guionistas), dirigir más audiovisuales que Woody Allen. Aunque realmente no sean obra plena del que se reivindique autor, sino de una superposición, apropiación y ordenación de la producción precedente, previamente volcada, descompuesta y reconstruida a gusto del usuario de la IA,

El proceso, en efecto, es radicalmente diferente. Hasta ahora la reformulación con materiales del pasado, que son el sedimento de nuestra propia cultura y condición, y el proceso que lleva al creador artístico a conformar con ello su propia obra y, si posee genio y técnica, aportar su propia innovación, es bien distinto de la aplicación de la IA. La proeza del talento, puramente humano e insustituible puede, sin embargo, cotizar a la baja ante los prodigios de la IA. Para qué invertir entonces en el sufrimiento y la entrega al proyecto creativo cuando la IA venga al rescate de nuestras apetencias, y para qué servirá el limo fértil de experiencias, escucha, contemplación, lecturas, borradores, bocetos y las horas empleadas en dar forma a la pulsión creativa o al despliegue de nuestro razonamiento. Si hasta ahora «la fisonomía del hombre que sufre se parece a la fisonomía del hombre que piensa» (Pío Baroja, El dolor. Estudio de psico-física, 1893), podremos eliminar de la ecuación el malestar intelectual y la angustia creativa, convirtiendo el arte en una rutina llevadera, servida por la programación.

De la falacia de la creación mediante la IA generativa, que ésta consista en la utilización indiscriminada y masiva del trabajo de terceros (violentando la propiedad intelectual hasta destriparla) es casi lo de menos. Su falsedad intrínseca reside en hacer creer que el despliegue de la creatividad y la imaginación humana será inmediato, asistidas por la nueva técnica. Como si la deflagración creativa no fuese el resultado de un bagaje personal previo; como si no fuese el trabajo constante y la consagración a la tarea creativa la que, mezclada con el azar, la genialidad y las dotes humanas, desembocan en la obra diferenciadora. El consabido lema picassiano de «la inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando», encuentra en la IA generativa su enmienda a la totalidad. Convertirse en artista sin capacidad creativa endógena, pasa a estar al alcance de todos los usuarios de Dall-E, Canva, Artguru, Udio, Soundful, Hix, Writesonic o Anyword, por citar algunos ejemplos, al alcance en distintos dominios. Pero lo cierto es que no hay verdadera originalidad ni ingenio sin la acumulación cultural previa, de la que ahora queremos prescindir o devaluar con la IA. La posibilidad de abandonar ese campo y pensar que toda la técnica y el destilado de nuestra vivencia se puede reemplazar, nos puede hacer perder, en un par de generaciones, el propio saber hacer, el código (este sí veraz y vivo) de nuestro propio impulso creador.

Estoy esperando, y confío en que más temprano que tarde se producirá, el reflujo que habrá de producirse, tras este zambullido precoz de nuestra sociedad en las aguas frías de la IA. Que las obras libres de IA y hechas por enteramente por el hombre encuentren en esa etiqueta y en esa garantía la condición de su éxito. Que se aprecie la autenticidad y el carácter eminentemente humano e irremplazable de nuestra creación, que es tanto como reivindicar nuestra especie y nuestra identidad. Que la técnica del artesano y la del artista, del pincel y la espátula, del cincel y del martillo, de quien corrige sobre un pentágrama o en una hoja en blanco, de quien declama un texto sintiéndolo como si fueran sus palabras, de la verdad de las mentiras de la literatura (Vargas Llosa dixit), no pierda la estima del público y no se diluya entre el marasmo de la creación fake. Corremos el riesgo de que, salvo el reducto de las artes escénicas y la música en vivo (y aún así puede que acabemos pagando por ver hologramas), el corrimiento de carga en la actividad creativa sea tal que nos desplace a un mundo de artificio e impostura, de aplicaciones milagrosas que suplan nuestra ufana ignorancia, de producciones plásticas resultantes de impresoras 3D, de películas de actores sin carne ni hueso, de diálogos filosóficos mantenidos con un modelo LaMDA (Language Model for Dialogue Applications), de palabras insípidas que pueblen tomos de entretenimiento y autoayuda surgidos de un programa de LLM (Large Language Model). El combate por la imaginación, la creatividad y el espíritu humano parece una batalla perdida ante la arrolladora revolución tecnológica, pero es la única guerra cultural en la que, hoy día, merece la pena enrolarse.