La brutalidad del Estado

OPINIÓN

Las protestas por la brutalidad policial contra los afroamericanos prosiguieron e incluso se intensificaron este martes en algunas capitales de EE. UU., pero más pacíficamente que en jornadas anteriores y centradas también ahora en el presidente Donald Trump.
Las protestas por la brutalidad policial contra los afroamericanos prosiguieron e incluso se intensificaron este martes en algunas capitales de EE. UU., pero más pacíficamente que en jornadas anteriores y centradas también ahora en el presidente Donald Trump. JIM BOURG

06 feb 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

El 18 de marzo de 1988, Elizabeth Sennett, de 45 años, fue asesinada en su casa de Colbert, Alabama, en lo que parecía un intento de robo con trágico desenlace. La investigación policial posterior permitió responsabilizar de la muerte a dos personas contratadas para cometer el crimen, Kenneth Smith y John Parker, que actuaron por mediación de un tercero, Billy Williams, a quien el esposo de la víctima, Charles Sennett, un predicador endeudado que quería cobrar el seguro de vida de su cónyuge, había a su vez encargado la comisión del crimen. La sucesión de muertes posteriores acrecentó el resultado funesto: el pastor se suicidó unos días después del inicio de la investigación policial y John Parker fue ejecutado en 2010. La historia ha dado para documentales, series y material narrativo abundante, con esa trama de novela negra, hipocresía y ruindad en el profundo Sur de los Estados Unidos.

El último capítulo del guion lo ha escrito estos días la maquinaria cruel del Estado de Alabama, sumando su propia ración de violencia ciega, convirtiendo el 25 de enero a Kenneth Smith en el primer ejecutado a través de la hipoxia por nitrógeno. De acuerdo con este método, al condenado, debidamente inmovilizado, se le administra nitrógeno por sonda hasta una mascarilla hermética, privándolo del oxígeno hasta el fallo multiorgánico consiguiente y provocando así su muerte. Según testigos de la ejecución que dieron su relato a Associated Press, esta «duró unos 22 minutos desde que se abrieron hasta que se cerraron las cortinas de la sala de observación. Smith pareció estar consciente durante varios minutos. Durante al menos dos minutos, pareció sacudirse y retorcerse en la camilla, en ocasiones tirando de las correas. A eso le siguieron varios minutos de respiración pesada, hasta que la respiración dejó de ser perceptible».

Kenneth Smith pasó 35 años en prisión. Cuando cometió el delito tenía 22 años y no contaba con antecedentes penales. Provenía de una infancia marcada por la violencia doméstica y de una precaria situación personal. En el juicio finalmente válido, celebrado en 1996, el jurado se pronunció por 11 votos contra 1 a favor de la cadena de perpetua y no de la pena de muerte, pero en aquel momento las leyes de Alabama permitían (hoy esta previsión se ha modificado, pero sin beneficiar retroactivamente a Smith), que, declarada la culpabilidad, se impusiese por el juez la pena de muerte contra el criterio del jurado. El razonamiento del juez, de elección popular en un contexto favorable a la pena máxima, fue que «algunas personas del jurado no quieren asumir la responsabilidad de condenar a alguien a muerte».

Como sucede cuando median varias décadas entre el crimen y la ejecución, la persona que cometió el crimen es bien distinta de la persona (de 58 años en este caso) a la que atan a la camilla donde se aplica el «asesinato administrativo» (en términos de Camus), calculado pero no aséptico ni rápido (¡22 de minutos!), y siempre premeditado y alevoso, que es la ejecución de la pena capital. En todas las peticiones de clemencia, desoídas por la gobernadora Kay Ivey (del Partido Republicano), se destacaban los informes de la estancia en prisión de Kenneth Smith, que señalaban su carácter no violento, su participación en las actividades educativas y religiosas, su relación correcta con los empleados de la prisión, su arrepentimiento por el crimen y sus vínculos familiares. Nada de esto ha detenido la aplicación de una técnica mortífera experimental sobre el reo, que era la segunda vez que se enfrentaba a la ejecución. El 17 de noviembre de 2022 se intentó, durante cuatro horas y causándole importantes sufrimientos, ejecutarle mediante inyección letal, no pudiendo entonces culminar el proceso por la dificultad para insertarle la vía intravenosa de manera adecuada. Antes que reflexionar sobre la indignidad del castigo, las contumaces autoridades de Alabama prefirieron optar por un método distinto, aunque no fuese precisamente más humanitario.

Estados Unidos ha realizado 1.583 ejecuciones desde el restablecimiento efectivo de la pena de muerte en 1976, por electrocución, cámara de gas, ahorcamiento, fusilamiento, inyección letal y ahora, hipoxia mediante nitrógeno. 27 de sus Estados mantienen el castigo capital en su legislación penal, pero son 13 los que han procedido con ejecuciones en los últimos diez años, y los que convierten a este país en el único retencionista (es decir, que sigue en la práctica aplicando la pena capital) del continente americano y uno de los 55 en todo el mundo entregados a esta ceremonia de muerte.

A pesar de su ineficacia como forma de prevención general del delito, de su acreditada arbitrariedad y utilización frente a minorías o personas desfavorecidas y del envilecimiento que comporta para la sociedad en la que se aplica, algunos Estados de se resisten a abandonar su utilización, demostrando de este modo su capacidad destructiva y su concepción primitiva del Derecho penal. La invención de nuevas formas de llevarla a cabo no parece tener fin, como vemos en el caso de Alabama, aunque lleven grabada la marca de la brutalidad; o, quizás, por eso mismo.