María Pedreda

04 feb 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

No parece afortunado el término «humanismo» entendido como sensibilidad, e incluso bondad, por las personas, muy singularmente las vulnerables, porque esta acepción se ha restringido que ha acabado por ser engullida por conglomerados de sujetos que practican sistemáticamente la violencia, unas veces en grupos nutridos, otras en grupúsculos y otras en solitario. Porque una persona es realmente persona cuando es capaz de aprender a cambiar aprendiendo los más básicos e insoslayables principios éticos: no dañar, no dañar a sabiendas, no dañar reiteradamente, no dañar por capricho: el «primum non nocere» médico.

En toda acción y circunstancia, está la violencia presta a presentarse, y con un añadido que le confiere una retorcida dimensión: el contento por practicarla. Un contento que no carece de erotismo, en tanto en cuanto, al menos, nos recuerda el contento que sintió Eros al lanzar la flecha de oro con punta de diamante a Apolo para que se enamorara perdidamente de Dafne, que recibió otra, también de Eros, pero de hierro y terminada en plomo, para insuflarle un rechazo visceral hacia Apolo, que no pudo así conquistar a la bella ninfa. La maldad de Eros es una de las mil y una formas que adopta la violencia.

La violencia se halla en todo espacio y tiempo. Está la violencia de los Estados, de las ideologías extremas, de los cárteles innumerables, de los enriquecidos. Está la violencia en el trabajo, en la calle, en las vecindades, contra las mujeres (el último dato que hemos conocido de México: 11 feminicidios de media al día, o sea, 4.015 mujeres asesinadas al año, muchas de ellas niñas y adolescentes; ¿cómo se puede sostener que esta barbarie sea calificada de «violencia intrafamiliar»?). Y la guerra, la violencia más escandalosamente abyecta.

Pero, entre otras más, hay una que se ha generalizado en la tela de araña de internet. Malévolas falsedades, señalamientos vengativos, acusaciones sin pruebas, simplemente para laminar el honor y humillar, para minar la credibilidad del que no está enfangado como el acusador. Incluso en este modesto diario de modesta región, la mala saña y la impudicia se practican a través de individuos que se esconden en seudónimos para herir, lancear y arrastrar el cadáver de quien se niega a anidar ideológicamente con ellos en el fango que les sumerge, su hábitat. Individuos que, pudiendo discrepar argumentando, solo buscan desacreditar públicamente a autores que trabajan los textos partiendo del acto de pensar, pero un pensar inequívoco, y se ayuda de libros y ensayos (no de Wikipedia: «cortar y pegar») y de su perpetua formación intelectual. Y el daño lo hacen porque les place, porque han encontrado en ello un placer más, o un placer que sustituye a otros que el tiempo les ha arrebatado. Un placer que disimula, que atenúa, la frustración del «Ello» psíquico.  

Vivimos en tiempos de excesos, la moderación no cotiza en la bolsa de valores de la Humanidad. Exceso en poseer, sí, por descontado, pero también exceso en las actitudes de arrogancia y mala educación. Inmoderados en la impudicia y la crucifixión del otro, sin que medie la reflexión. Aristóteles tuvo momentos de felicidad absoluta porque vio que el hombre, gracias al pensamiento, al hecho «divino» de poder pensar, se alzaba por encima de todo lo creado. ¿Qué reflexiona quien teclea aceleradamente en la pegajosa tela de araña una diatriba? ¿No estaremos perdiendo cerebro? ¿No acabaremos como sustrato putrefacto de todo lo creado, por debajo de las bacterias y de los virus?

El encarnizamiento se ha mundializado y ha barrido la autonomía del yo que cavila, del yo que se arrellana, del yo que no se lanza a agredir impulsado por contextos sociológicos desquiciados, como es el caso del presente, que nos lanza hacia lo obsceno. Obscena es la libertad que se predica desde los púlpitos públicos como una renovada barbarización donde los medios a emplear, aunque sean arbitrarios y atroces, son el objeto de deseo. Tergiversar, infundir infundios, ser muy mala persona, es la filosofía de la posmodernidad, o la muerte del hombre moral.    

(El considerado por la crítica literaria padre de la literatura moderna rusa, Nicolai Gógol, influjo para grandes como Dostoievski o Tolstói, entendió que vivir es hacer un pacto con la vida en el que el espejo en el que me miro no me identifica; la identificación está en los «humanos» que se ponen delante de mí).