CESAR QUIAN

21 ene 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Un joven, siendo yo joven, acostumbraba a meterse en el slip pañuelos o trapitos y luego se embutía en unos pantalones ceñidos para «marcar paquete», decía. Lo que estaba haciendo en realidad, y él no sabía, era exponer sus espermatozoides. De aquella época data uno de los recuerdos más vívidos que jamás tuve de unas piernas. Estaba en un café y una joven se sentó en el sillón que se enfrentaba al mío. Al ser un sillón bajo, se subió un poco el vestido, quizá dos o tres centímetros por encima de las rodillas y cruzó una pierna sobre la otra en un acto reflejo, enmarcando de este modo un muslo acariciado por unas finas medias grises. A García Berlanga le fascinaban las medias de seda con costura. Yo no supe si eran o no de seda, pero me arrobaron. O lo que es lo mismo, me arrobaron sus óvulos.

Por supuesto este enfoque es un reduccionismo, pero, como en los mitos, hay algo de verdad y mucho de mentira. La Biblia asegura que Dios creó los Cielos y la Tierra y, desde luego, alguien, mejor: algo, los creó, aunque de aquí no podemos retroceder al creador del creador porque somos limitadísimos en el conocimiento, desbordado por la Física Teórica o la Teología. Porque, ¿qué hacía Dios antes de ponerse a la tarea? San Agustín contestaba con guasa que estaba creando el Infierno para quienes hiciesen esa pregunta. Es decir, reducir entraña peligros, a veces, más perturbadores que los demonios de los sueños.

Y este es el caso del regreso de los más emblemáticos demonios reduccionistas. Todo regresa. Todo lo que haga daño regresa. Siempre. Porque el díptico que conforman los héroes y los villanos nunca se diluye. La ponzoña de las multitudes moldea a las élites envenenadoras, y a la inversa. No existirían la una sin la otra. No existirían si una y otra no se pusieran de acuerdo para llevar al absurdo los mitos de los hombres.

Uno de los más arraigados, potentes e incendiarios es el mito del nacionalismo y su derivada, el racismo. Sustentado en la necesidad primordial de pertenencia, tan consolador como irracional, irracional en tanto en cuanto nos tenemos por «animales racionales», este instintivo sentimiento llega a alcanzar una desproporción que anega por completo la compleja estructura mental, a la manera como un tumor que, al crecer, va zampándose el tejido celular adyacente, e incluso llega a otros tejidos que están en los extremos del origen.

Por doquier esta supuración del «alma» está infectando el orbe. Es el racismo. El racismo, que es un reduccionismo abyecto, está minando a las sociedades más decentes. Porque ¿no es una indecencia acusar al extranjero de violador? Aunque los «mejores» de los hombres están casi extintos y escondidos, por si fuera poco, todavía aparece alguno que cabe en la sentencia latina que dice «corruptio optimi pessima» («la corrupción de los mejores es la peor de todas»).  

Tal es el estado de putrefacción que ya nadie pronostica la vuelta de los sabios, como el francés Renán que, en el ensayo «¿Qué es una nación?», escribió: «El hombre no pertenece a una lengua, ni a una raza; se pertenece a sí mismo, pues es un ser libre, o sea, un ser moral».