Algunas precisiones sobre el lawfare

OPINIÓN

- El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (d), conversa con el presidente del Tribunal Constitucional, Cándido Conde-Pumpido (c), y el presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Vicente Guilarte (i), al término de la ceremonia
- El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (d), conversa con el presidente del Tribunal Constitucional, Cándido Conde-Pumpido (c), y el presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Vicente Guilarte (i), al término de la ceremonia Ballesteros | EFE

28 nov 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Ya tenemos texto de la Proposición de Ley de Amnistía para la Normalización Institucional, Política y Social en Cataluña, presentada finalmente en solitario por el PSOE y que ha comenzado su tramitación parlamentaria en el Congreso de los Diputados. Vamos a asistir a meses de un debate intenso y, salvando el dramatismo, interesante desde el punto de vista institucional, jurídico y político. El día después de su aprobación, las posibilidades de que su aplicación ulterior se encuentre con numerosas incidencias son altísimas, incluyendo las cuestiones de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional y prejudiciales ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

Es previsible que algunos órganos judiciales encargados de reconocer los efectos de la Ley en los casos concretos, opten por suspender el procedimiento previsto para su aplicación hasta que aquellas se resuelvan, pues el planteamiento de la cuestión es cosa distinta de los recursos, que se prevé no tengan efectos suspensivos, frente a las resoluciones de aplicación de la futura Ley. Quienes crean que esta tormenta durará unos meses y luego se disipará, probablemente se equivocan, en el plano jurídico y en el político.

Otra de las incidencias previsibles será la delimitación caso a caso del perímetro de aplicación de la Ley venidera, y ahí entra de lleno el debate sobre el llamado lawfare. Es cierto que la Proposición de Ley no menciona expresamente este concepto, porque difícilmente podría hacerlo respecto de una noción difusa y que se ha manejado equivocadamente en las negociaciones y acuerdos previos entre el PSOE y Junts. Pero sí hay una previsión de la Proposición de la que puede inferirse la vocación de ampliar los efectos perseguidos a casos, llamémoslo así, periféricos, que el independentismo considera vinculados al objeto de la Ley.

El artículo 1.1.a) se refiere, entre los susceptibles de amnistía, a «los actos cometidos con la intención de reivindicar, promover o procurar la secesión o independencia de Cataluña, así como los que hubieran contribuido a la consecución de tales propósitos»; y en su último párrafo señala que «asimismo, se entenderán comprendidos aquellos actos, vinculados directa o indirectamente al denominado proceso independentista desarrollado en Cataluña o a sus líderes en el marco de ese proceso, y realizados por quienes, de forma manifiesta y constatada, hubieran prestado asistencia, colaboración, asesoramiento de cualquier tipo, representación, protección o seguridad a los responsables de las conductas a las que se refiere el primer párrafo de esta letra, o hubieran recabado información a estos efectos». La vinculación indirecta a la que alude se puede interpretar, a su vez, en relación con la referencia de la amplia Exposición de Motivos (apdo. II) a que se extienda a «todos los actos objeto de la presente Ley que acreditan una tensión política, social e institucional que esta norma aspira a resolver».

En todo caso, veremos las enmiendas que, a buen seguro, pretenderán precisar estas referencias de la Proposición. Ciertamente, va a ser difícil dar encaje cabal a las previsiones del acuerdo entre PSOE y Junts; pero, ojo, estas no se agotan necesariamente en la Ley que resulte de la Proposición ya en trámite, pues el acuerdo señala que «las conclusiones de las comisiones de investigación de esta legislatura se tendrán en cuenta en la aplicación de la ley de amnistía en la medida en que pudieran derivarse situaciones comprendidas en el concepto lawfare o judicialización de la política, con las consecuencias que, en su caso, puedan dar lugar a acciones de responsabilidad o modificaciones legislativas».

Más allá del análisis de la Proposición de Ley y lo que pueda venir, hace falta arrojar algo de luz sobre los términos empleados. En un escenario cambiante y donde las interpretaciones que hacen los propios firmantes de los acuerdos difieren, lo mínimo que se puede pedir es la aclaración de conceptos y que se reduzca la confusión rampante. El lawfare no es, contrariamente al pretendido sinónimo que utiliza el acuerdo entre PSOE y Junts, la «judicialización de la política» y esta tampoco es nueva ni erradicable por medios legales (contemplar la mera posibilidad ya es un exceso).

Por un lado, la proyección jurídica y litigiosa que asuntos de relevancia política suscitan es inevitable, sobre todo cuándo desde el lado de los gobiernos se incurre en el abuso de poder y se fuerzan las costuras del ordenamiento jurídico o, desde el lado de la oposición política y social se busca complementar la estrategia de desgaste cuestionando la legalidad de determinadas actuaciones. Judicializar la política, por lo tanto, no es responsabilidad de los órganos judiciales, que se limitan a resolver lo que las partes en la causa concreta le plantean; y, cuando se trata de asuntos penales, en el marco de la instrucción que dirigen, los informes policiales, las diligencias que se practican a instancia de las partes y la posición del Ministerio Fiscal, en la práctica, acotan el terreno para la decisión del instructor.

La «guerra jurídica», que eso es, en sentido amplio, el lawfare, no es tanto que disputas o conflictos políticos tengan una vertiente judicial, sino, más bien, el despliegue de acciones legales al servicio de una causa distinta de la defensa del ordenamiento y con un objetivo a menudo espurio. El lawfare consiste, sobre todo, en emprender acciones para menoscabar la reputación de una persona, entidad o institución; para debilitar al oponente político, social o empresarial; para distraer el foco de la opinión pública; para ofrecer un contexto más favorable a los propios postulados; o, en su versión más nociva, para procurar la «muerte civil» de una persona, es decir, su desaparición de todo escenario político, social, económico, su evaporación como responsable público o líder de un colectivo, empresa o entidad, y, a la postre, su práctica anulación como ciudadano, en una suerte de moderno ostracismo.

Dicha táctica no está sólo a disposición de sujetos y entidades privadas con medios suficientes para llevarla a cabo, sino que, en efecto, se utiliza por gobiernos autoritarios en medio mundo para sofocar a sus adversarios, usando interesadamente el aparato del Estado, el ministerio público y las fuerzas de seguridad a tal fin, si es necesario (normalmente acompañado de medidas legislativas restrictivas del ejercicio de derechos y libertades o directamente discriminatorias). No es patrimonio sólo de sistemas dictatoriales o democracias iliberales; ninguna democracia consolidada está libre de este riesgo, ni en la vertiente de la utilización abusiva de las acciones legales por intereses privados con ánimo de dañar maliciosamente a un tercero, ni en la propensión más o menos intensa que los gobiernos tienen a hacer uso de su capacidad para sacar de la pista a quien se interpone en su camino. En países con sistemas de separación de poderes y prevalencia del Estado de Derecho (aunque su fortalezca se esté resintiendo de tanto zarandeo), juzgados y tribunales son receptores y dan cauce a las acciones de quienes están legitimados para interponerlas, y proscribir o limitar su ejercicio para evitar el abuso sería un remedio peor que la enfermedad.

Sí es pertinente, por el contrario, analizar por qué los órganos judiciales no cuentan con medios suficientes para que el desarrollo de los procesos (singularmente, las instrucciones penales) sea diligente y eficaz, pues un éxito del lawfare es tener a las personas frente a las que se dirige en situación jurídica comprometida e incierta por periodos a todas luces desmedidos (aunque luego no deparen consecuencias jurídicas relevantes); por qué no se rinden cuentas y no se examinan a fondo y se depuran responsabilidades cuando se constatan casos en que se ha influido de manera ilegítima en investigaciones policiales (la «policía patriótica» no ha sido un invento periodístico, lamentablemente) o en actuaciones administrativas (véase la inspección tributaria sobre el periodista de ABC, Javier Chicote, a instancias del Ministro Montoro, por haber informado sobre sus relaciones con intereses privados); y por qué la opinión pública muestra menos interés en rehabilitar a quien ha sido injustamente vapuleado en un contexto de guerra jurídica (o de búsqueda de chivos expiatorios, que también sucede) que en el juicio inquisitorial y sensacionalista de los primeros compases de un «escándalo».

De nada de esto, por otra parte, son responsables principales juzgados y tribunales, aunque es legítimo invocar su máxima atención y alerta, y un superior sentido crítico de su función en el contexto actual, para evitar la instrumentalización que se pretende del sistema judicial, a veces con frutos cosechados (que no son necesariamente el contenido de una sentencia) por quien activa con fines torcidos, con su denuncia o acción, los mecanismos de la justicia.

El lawfare, en suma, es muestra de la reinante falta de límites y de la manera en que, para la consecución de objetivos partidarios o particulares, determinados intereses son capaces de conducirse. La forma de abordar el problema no es colocar a jueces y magistrados bajo presión política y menos aún ejercitar el lawfare a su vez contra el Consejo General del Poder Judicial, como acaba de hacer irresponsablemente Sumar querellándose contra la mayoría de sus vocales, por muy inoportuno que fuese el pronunciamiento del Consejo sobre la materia. Tampoco es deslegitimar la acción de la justicia ni situarla bajo sospecha permanente. Pero el lawfare existe y existirá, y no conviene sobreactuar cuando se cita el fenómeno, propio de nuestras sociedades convulsas y conflictivas, con consensos menguantes y dañados.