De aristócratas, comunes, economía, pensamiento y jueces

OPINIÓN

María Pedreda

26 nov 2023 . Actualizado a las 12:29 h.

En el último tercio del siglo VIII a. C. Hesíodo arremete contra la aristocracia guerrera que había sido cantada poco antes por Homero. Esta es la primera referencia escrita contra el poder ominoso de los príncipes sobre los comunes, entonces mayoritariamente agricultores. Aquellos señores de los palacios que cuatro siglos antes habían arrasado Troya (¿para rescatar a la bella Helena o, más bien, para hacerse con el negocio del «peaje» que pagaban los barcos por cruzar el Helesponto?) y ahora, enterrados en el cementerio de la Historia, pero que seguían siendo glorificados por los aedos. Así pues, el autor de «Trabajos y días» y «Teogonía» les arrancaba sus mantos y los mostraba desnudos ante el espejo de su propia infamia.

Sin embargo, el sino de los descendientes de aquellos tiempos y de aquel y otros lugares no varió en esencia y sólo hasta los tiempos modernos dejaron los autócratas de concitar todos los poderes allí donde se implantó el Estado de derecho. Pero incluso en esos allí, ese sino está reapareciendo no exactamente en su forma original sino por medio de terceros, ajenos a su casta, aunque y sobre todo, para deshacer la paradoja, por el barniz que les da precisamente la casta propietaria de las riquezas terrenales.

Este es: las dinámicas del neoliberalismo escapan al control de sus impulsores (léase la aristocracia guerrera apuntada) que, por su adicción a la codicia, el sistema genera unas sinergias autónomas, en sintonía con los avances exponenciales de los algoritmos y, en el extremo, la inteligencia artificial, que desbordan a quienes acaparan los nuevos medios de producción, generando masas de consumidores voraces de artículos infinitos que les encadenan a la miseria material (empleos extenuantes, ingresos bajos, desempleo derivado de la acumulación del beneficio por el beneficio, imposibilidad del «quasi» esclavo para acceder a tanta oferta: frustración) y la miseria intelectual (alejamiento de la letra que verifica y enlaza con la reflexión, y su némesis: el arrebato por la pantalla del bulo y del acoso, y de los instintos despiadados).

Por ello, el sino está arrollando a los Estados democráticos, que se tambalean por el furor populista que, en Madrid, Argentina, Países Bajos, Hungría, Italia, antes EE.UU. (¿y después?) y acecha en tantas otras naciones; que se tambalean a causa del odio a los derechos y libertades de todas y cada una de las personas. Porque la idea de libertad que proclama la extrema derecha es, ciertamente, libertinaje: la bacanal de la aristocracia moderna y sus mesnadas políticas y acaudaladas, que pueden pagar cirugías y educación carísimas, pagar a comunes para que cuiden de sus pequeños y de sus mayores (y chachas con subvención desde la Puerta de Sol), evitando las residencias de la vergüenza; que no tendrán que vender sus órganos ni sus hijos (dice Milei: si no puedes comer vende a tu hijo, vende tu riñón, vende tu córnea, que te troceen el hígado) para seguir con el día a día, que es lo que han votado en Argentina. El libertino es el licencioso con licencia para maltratar, y matar llegado el caso.

Antes de que finalizara el anterior milenio ya se hablaba de «televisión basura» (al respecto, un ensayo categórico es el de Gustavo Bueno «Telebasura y democracia», publicado en 2002). Desde comienzo del presente milenio, la basura se halla en internet. La encrucijada conformada por internet, la decadencia del pensamiento «fuerte», la economía del exterminio de lo humano y la política que señala al contrario como enemigo, no como opositor, es la «zona cero» de la basura, que se está expandiendo por el Mundo.

Por si el estropicio de esta oligarquía compulsiva no bastase, los jueces se han lanzado al barrizal. España, amenazada desde múltiples ángulos obtusos (ultras políticos como Ayuso, Feijoo, Ortega Smith, Abascal, ultras franquistas y falangistas, obispos, con cuerpos armados al acecho, etcétera), está asistiendo en las últimas semanas a una injerencia política del poder judicial sin precedentes, salvo en los tiempos fascistas. Entre los conservadores, algunos hasta exponen sus filias extremas, inconstitucionales, indecentes.

El horror: uno de un juzgado madrileño dictaminó que el presidente del Gobierno es un «psicópata sin límites éticos» y, como tal, «muy peligroso». O sea, que hay que derrocarlo, porque ¿acaso se puede consentir que quien nos gobierna esté rematadamente loco? Oficiales militares retirados llegaron a la misma conclusión con otros argumentos. La conclusión: deponer al presidente. Núñez Feijoo, recuerden que es el líder de la oposición con «sentido de Estado» (¿democrático?), el que ganó las elecciones, el que no gobierna porque no quiere, se posicionó con el juez-psiquiatra. «Sánchez tiene un tic patológico». Esto suena a pronunciamiento, a ruido de sables.  

Más horror todavía: nada más ni nada menos que un magistrado del Tribunal Supremo responsabilizó a la izquierda de la Guerra Civil Española y no descartó que, hoy, PSOE y Sumar provoquen otra, porque, según su señoría, ultra católico (está enrolado en el Opus Dei), estamos ante un golpe de Estado, que es lo mismo que sostiene Vox. En definitiva, todo encaja. Y van a por todas. Es el sino de todos los tiempos y de todos los lugares.