Baluarte de la justicia

OPINIÓN

Sala del Ilustre Colegio de Abogados de Oviedo
Sala del Ilustre Colegio de Abogados de Oviedo ICA Oviedo

03 oct 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

La semana pasada visitó Asturias la abogada guatemalteca Wendy Geraldina López Rosales, invitada por Amnistía Internacional, el Ilustre Colegio de Abogados de Oviedo y la Facultad de Derecho de nuestra Universidad, y desarrolló varias actividades divulgativas de la preocupante situación que vive su país. Ser abogada cuando se procede de orígenes humildes, en un país propicio a la perpetuación de las desigualdades como es el suyo, es fruto del esfuerzo y la superación personal y del respaldo de su familia y de la comunidad maya kaqchikel a la que pertenece.

Pero la abogada López Rosales, además de tener muy claro sus orígenes, no reserva para sí los frutos de ese esfuerzo. Al contrario, tiene muy presente a quién se debe, pues ha dedicado su carrera, aún con mucho recorrido por delante, a la defensa de los derechos humanos, representando a víctimas y comunidades indígenas en más de 150 casos. De mayo de 2020 a febrero de 2023 fue Directora de la organización local Bufete para Pueblos Indígenas y actualmente trabaja como abogada para la organización Unidad para la Protección de Defensores de Derechos Humanos en Guatemala (UDEFEGUA).

            En este contexto es donde la letrada López Rosales, pese a su juventud, ha asumido con valentía y dedicación su labor en asuntos que le han otorgado protagonismo en la defensa jurídica de los derechos humanos, y a la par, le han colocado en una situación comprometida para su propia libertad y seguridad. En efecto, la abogacía es, muchas veces, la última línea de defensa frente a los abusos del poder y el profesional juega, a veces casi en solitario, un papel determinante en la protección de los derechos humanos. Y, en ocasiones, el zarpazo le llega directamente, convirtiendo su ejercicio en una actividad de riesgo.

En el marco del deterioro del Estado de Derecho, profesionales de la abogacía acaban siendo víctimas de amenazas, hostigamiento y de acciones dirigidas a menoscabar su trabajo, situación que se exacerba cuando esta labor va dirigida a la defensa de los derechos humanos en contextos difíciles.

            En Guatemala, esta situación se viene produciendo de manera particularmente preocupante, dada la persecución que padecen distintos profesionales jurídicos que trabajaban en la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), auspiciada por las Naciones Unidas y que funcionó en el país entre 2006 y 2019. En ese año, el Gobierno se negó a renovar el mandato de esta institución, y desde entonces las personas que han trabajado para la CICIG —incluidas quienes trabajan para la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI), que colaboraron estrechamente con la CICIG— se han enfrentado a una grave criminalización como medida de retorsión por su trabajo.

Mientras la CICIG estuvo en funcionamiento, se sacaron a la luz numerosos escándalos de corrupción y se enjuiciaron destacados casos de violaciones de derechos humanos y crímenes de Derecho Internacional. Ahora se quiere erradicar todo vestigio de dicho trabajo y disuadir de cualquier repetición de la experiencia.

Así, desde 2019 hasta el momento actual, más de 50 defensores de los derechos humanos, ex trabajadores de la CICIG, jueces y periodistas se han visto obligados a huir del país a causa de los procedimientos penales iniciados por el Ministerio Público guatemalteco contra ellos, marcados por las denuncias de falta de imparcialidad y la ausencia de garantías de sus derechos procesales. Además, los propios encargados de la representación legal y defensa de exfuncionarios de la CICIG y la FECI se enfrentan a cargos penales injustos como represalia.

            Este fenómeno involutivo es particularmente sintomático y no es exclusivo del país centroamericano, aunque allí se esté dando con mayor intensidad y dramatismo. Primero, sobre la base de un discurso de recuperación de la soberanía, se suprime la colaboración surgida del acuerdo internacional entre Guatemala y las Naciones Unidas y, como resultado, se frenan y expurgan los intentos de fortalecer el Estado de Derecho en el país.

Cuando las instituciones de un país son incapaces de frenar la corrupción generalizada, crece la influencia y penetración del crimen organizado en los centros de poder de todo nivel y se vuelve moneda común el uso arbitrario de las facultades de los poderes públicos, no hay soberanía ni democracia posible, sino la desfiguración del Estado, su aproximación a la condición de Estado fallido y su conversión en un artefacto en manos de intereses particulares.

Asociarse con terceros Estados o recabar el apoyo internacional para articular programas de consolidación de Estado de Derecho y de promoción de una cultura de legalidad democrática basada en los derechos humanos, es una posibilidad disponible para los Estados que presentan una mayor debilidad ante estos riesgos, y en esa línea se inscribía la CICIG. Sin embargo, asistimos a un movimiento de reacción frente a los organismos internacionales, en el que, bajo una apelación espuria a la soberanía, se refuerzan o proclaman (con la fuerza o con el golpe institucional) sistemas autoritarios e iliberales, separándose de los compromisos internacionales previamente asumidos y destruyendo con rapidez los progresos alcanzados.

De este fenómeno, aún con distinta intensidad no se libre nadie, de los países de la CEDEAO (donde el golpismo va sumando piezas) a los de la OEA, pasando por la propia Unión Europea, que finalizará este curso político con una prueba de fuego en las elecciones al Parlamento Europeo (que pueden ganar las corrientes eurófobas y nacional-populistas). En el caso de Guatemala, este proceso amenaza con aislar al país y frustrar el proceso democrático, pues el objetivo indisimulado es evitar que el presidente electo, Bernardo Arévalo (alejado de los círculos de poder del país y vencedor contra pronóstico de las elecciones presidenciales), llegue a tomar posesión de su cargo el próximo 14 de enero.

            El segundo elemento común a los tiempos regresivos que vivimos es una nueva dimensión del llamado lawfare, o «guerra jurídica», que combina el recurso abusivo por los poderes públicos a las facultades administrativas de policía o el ius puniendi con fines represivos (que no es nada nuevo), con el despliegue de acciones legales instigadas o ejercidas no para perseguir per se una conducta delictiva o infractora, sino para el desgaste, la desacreditación y, en lo posible, la exclusión de cualquier esfera de influencia y la muerte civil del perseguido.

Este fenómeno tiene, en función de los supuestos y el ámbito en que se desarrolle, multitud de potenciales víctimas (periodistas, líderes sociales y sindicales, responsables empresariales ajenos a los dictados del poder, etc.), pero también se dirige con particular saña frente a los propios defensores y los operadores jurídicos, pues ya no parece haber límite alguno que respetar. En el caso de Guatemala, son los abogados defensores quienes padecen ahora este ataque, siendo el último y sonado caso el de Claudia González Orellana, compañera de López Rosales y detenida arbitrariamente el pasado 28 de agosto de 2023.

            A pesar de todo ello y a sabiendas del riesgo que comporta, López Rosales ha dado un paso firme en su compromiso con la justicia y los derechos de sus defendidos. Así, forma parte del equipo de defensa legal de varios operadores de justicia criminalizados en Guatemala, entre ellos Leily Santizo, exfuncionaria de la CICIG, y la exfiscal anticorrupción, Virginia Laparra, probablemente el caso más conocido de servidores públicos encarcelados por su lucha frente a la impunidad. López Rosales también forma parte del equipo de defensa en el caso contra el periodista José Rubén Zamora, director de El Periódico de Guatemala, y otros periodistas de dicho medio, igualmente perseguidos por el Estado.

Wendy Geraldina López Rosales ha dedicado su vida a los derechos humanos y a dar voz a las víctimas del Estado guatemalteco. Sin embargo, enfrenta importantes riesgos por su trabajo. En muchos países, lamentablemente, las opciones que enfrentan quienes defienden con su trabajo jurídico los derechos humanos y el Estado de Derecho consisten, cada vez más, en la muerte, el encarcelamiento o el exilio. Pero no es una fatalidad, pues la comunidad internacional y la sociedad civil global pueden ejercer presión eficaz para proteger y salvaguardar el derecho de defensa, baluarte frente al autoritarismo.