Más gestión

OPINIÓN

María Pedreda

05 sep 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

De entre las causas del deterioro del sistema democrático que vivimos, suele ponerse el foco en la calidad humana e intelectual de las personas que participan activamente en el ejercicio de funciones ejecutivas y de representación en las instituciones. Seguramente, quienes están en el desempeño de estas tareas no dejan de ser hijos de su tiempo y muestra de la sociedad en la que se integran, aunque es verdad que determinadas dinámicas cerradas y circulares de los partidos políticos y de muchas otras entidades con poder real favorecen la falta de renovación y la llamada «selección adversa», a lomos de la cooptación, el clientelismo y los grupos de poder. Sin embargo, no está en el material humano el principal problema, en suma, tomados individualmente cada uno de los sujetos con una participación destacada en los asuntos públicos. La cosa cambia cuando, metidos en la batidora (de la que tantos salen triturados), la política se convierte en una agitación electoral permanente, sin proyectos sustanciales, sin visión de largo plazo, supeditada al fortalecimiento de las banderías y al culto a la resistencia. En ese momento, al político avezado le bastará con entender adecuadamente esa forma de operar y las claves de la volatilidad en la opinión pública. Para esa tarea se requiere una particular inteligencia, útil en ese campo, a veces deslumbrante y sorpresiva, pero dañina en muchos otros ámbitos.

La capacidad de gestión de los recursos, los conocimientos y experiencia previa en otras artes de la vida, la cultura general y sensibilidad del líder político, la facultad de comprender en su amplitud la realidad socioeconómica y de sumar constructivamente voluntades heterogéneas, han pasado, en efecto, a un segundo plano. En algunas contadas ocasiones, eso sí, se obra el milagro de encontrar a alguien en la cosa pública que domine bien todos esos terrenos.

Principalmente, entre nuestros responsables públicos, falta afán de construir obras perdurables y promover empresas colectivas que tengan verdadera capacidad transformadora. Estamos en una época de liderazgos efímeros, pero fuertemente exaltados, que hacen innecesario poner las luces largas y no hay tiempo para ese ejercicio. Además, aprovechar ese momento, breve, de disposición del poder, o de mera sensación de estar en la pomada, es, para muchos, suficiente, y no lo ocultan. Construir algo que transmitir entre generaciones y que deje huella, trascender por los hechos, es una cosa bien distinta, mucho más difícil, que requiere asumir la probabilidad elevada de que sean otros quienes corten la cinta, recojan los frutos de una semilla sembrada tiempo atrás y disfruten de la satisfacción de las cosas bien hechas.

En materia de gestión del territorio, infraestructuras, equipamientos y servicios públicos, de hecho, todavía vivimos de las realizaciones de décadas anteriores, sin que se aprecie una renovación de esquemas y nuevos proyectos de entidad. En el capítulo de las propias ideas fundacionales de la gobernanza, la convivencia y la organización del sistema político, la diferencia de altura y la sensación de vacío es aún mayor.

Contrasta esa falta de ambición (ambición de país, diríamos), con las elevadas dosis de ambición personal de los actores. Pero los logros personales y el cursus honorum de hoy no tienen que ver con las conquistas realizadas. En muchos casos, basta con electrizar a las audiencias con contenidos y conseguir que el espectáculo político tenga seguimiento; de ahí que el populismo, siempre innovador, dispute cada vez con más con soltura y desparpajo todos estos campos de batalla.

Analizar con sosiego la realidad y diseñar las medidas de alcance es infinitamente más tedioso y complejo que arrasar en las redes y centrar la atención en una tertulia semanal con la pericia del efectismo. Centrar ahí los esfuerzos, parece inevitable si se quiere mantener el tono, pero esa falta de interés en la excelencia en la gestión y en los proyectos de recorrido, es letal para todos. Además, se filtra irremediablemente en los propios poderes públicos y en la Administración. Si quien está al frente tiene una intensidad menor en su labor, su falta de energía se proyecta sobre el conjunto de la estructura que gobierna, como sucede en cualquier organización compleja.

Nadie, sin embargo, se salva de este torbellino, y ya casi no sabemos diferenciar la política otrora mainstream de la heterodoxia populista. La sensación de urgencia perenne, además, dificulta esa distinción. Puede que la última oportunidad de parar esa máquina sea volver a la gestión discreta y rigurosa, la que no esconde los problemas ni da falsas esperanzas, pero que tampoco se conforma con ganar el titular de mañana y que piensa, verdaderamente, en grande. Ahora que los valores que sustentan la democracia están situados en un segundo plano, el último reducto para su defensa es demostrar su capacidad superior para abordar los problemas y preparar el futuro.