Ponga un Milei en su vida

OPINIÓN

Javier Milei, durante su discurso triunfal en la noche electoral.
Javier Milei, durante su discurso triunfal en la noche electoral. Gala Abramovich | EFE

22 ago 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

El problema de las corrientes ideológicas que ponen el acento en la libertad individual por oposición a la comunidad es que, por sus evocadoras resonancias, son víctima repetida de apropiaciones indebidas, con consecuencias a veces nefastas para la praxis política que sostienen, entre tanta mixtificación y oportunismo. El ejemplo de los liberales en la España contemporánea, es de libro. Puesto el término en boca de opciones sustancialmente reaccionarias o tradicionalistas, aquí han pasado por liberales gobiernos autonómicos que entregaban el uso del suelo público para la construcción de centros educativos privados, o Ministros de Economía que intervenían activamente en ejercicio de sus influencias para favorecer a unas empresas frente a otras, en función de las afinidades e intereses, en el juego de las grandes ligas corporativas.

Ser liberal, al estilo más coherente y excelso (el de John Stuart Mill, por ejemplo), sin embargo, nada tiene que ver con caer de hinojos ante el poder económico ni con petrificar las tradiciones (a veces, las netamente opresivas) presentándolas falsamente como opciones autónomas y libremente elegidas que hay que respetar.

Lo mismo sucede ahora con el término «libertario», por exacerbación del «liberal». Libertario era Proudhon o Kropotkin, cada uno a su manera y, en nuestra órbita, lo era también el gran García Rúa. La lucha contra las causas y mecánicas de la dominación, la negación de la autoridad impuesta, el grito puro y contestatario de «ni Dios ni patria ni amo» y, a la par, la confianza humanista en el apoyo mutuo, poco tienen que ver con quienes ahora se autodenominan «libertarios» para justificar, básicamente, su aversión a toda política pública de intervención económica o de corrección de las desigualdades sociales.

La palma, no obstante, se la lleva el «anarcocapitalismo», que viene a deformar de tal modo la semilla anarquista para que florezca de ella algo parecido a un estado de naturaleza capitalista, nucleado ahora en torno al poder taumatúrgico del mercado. Una distopía más y, por lo común, una falacia, pues los defensores de estas tesis supuestamente antiestatistas abogan con frecuencia por un Estado securitario, transido por un nacionalismo unitario (que de liberal y de anarquista no tiene un gramo) y, por supuesto, bien armado de instrumentos de coerción; porque, ya se sabe, quien reciba el zarpazo bajo la invocación ley y el orden siempre será «el otro, el inadaptado», el looser.

A cualquiera de estos llamados anarcocapitalistas, en definitiva, un Estado bien que le sirve para preservar un orden basado en la perpetuación y sublimación de las desigualdades, que, aunque sean extremas, consideran necesarias, deseables, consustanciales al mérito, que siempre es el suyo.

Parece mentira que a estas alturas haya que recordar que las relaciones productivas son también fuente de dominación, y que la falta de controles elementales en la actividad económica, además de desigualdades y efectos negativos (por ejemplo, en el medio ambiente sin cuya sostenibilidad nada somos), genera ineficiencias de potencial destructivo. El libre desarrollo de las fuerzas de mercado sin corrección o límite alguno, puede ser tan aplastante como el Estado totalitario, y no hace falta releer «Germinal» para saberlo.

La sacralización radical de la propiedad (sin función social, sin contribución proporcionada y redistributiva y como si fuera objeto de transmisión hasta el fin de los días), es una idea primitiva e incompatible con nuestra finitud y con la propia vida en sociedad. Una cosa, en suma, es apreciar el fracaso (y la pesadilla de acumulación de poder asociada) de la economía planificada y centralizada del bloque soviético, o tener muy presentes los desajustes que toda intervención pública también produce, y otra muy distinta es elevar a dogma de fe la sesgada aversión a toda política estatal en materia socioeconómica, que es la marca de este falsario «anarcocapitalismo».

Aun así, todos estos reflejos distorsionados, propios del callejón del Gato, están en boga porque, en la búsqueda de cualquier refugio y alternativa, hastiados de gobernantes mediocres y vapuleados por las crisis repetidas, cualquier cosa nos vale para demostrar nuestro hartazgo. La política tradicional, además, no se libra de la impregnación populista, y no siempre sale a competir en rigor o en gestión con los charlatanes.  La estrella en alza en esta tendencia es, claro, Javier Milei. El líder de «La Libertad Avanza» se ha encontrado en Argentina con el terreno bien abonado por la desesperación, el perenne empobrecimiento y por el negativo balance de los sucesivos gobiernos y partidos a los que desea barrer, aludiendo a su condición de casta (esto nos suena).

El candidato del partido Libertad Avanza, Javier Milei, en el acto de cierre de campaña en Buenos Aires.
El candidato del partido Libertad Avanza, Javier Milei, en el acto de cierre de campaña en Buenos Aires. JUAN IGNACIO RONCORONI | EFE

Milei, además de destacar en la tertulias políticas por poner la pimienta y el espectáculo buscado (esto también nos suena), insultar a los rivales políticos o a los periodistas que le incomodan, plantea extirpar de las políticas públicas todo aquello que guarde relación con la redistribución de la renta o los servicios públicos, hasta el punto de proponer la supresión de los Ministerios de Sanidad y Educación, entre otros.

Todo es objeto de mercantilización y compraventa en su ideario (hasta los órganos vitales, sin cortapisa), y los impuestos, lejos de ser el precio de la civilización (como diría Oliver Wendell Holmes), son, según el sorprendente favorito en las presidenciales argentinas, «una rémora de la esclavitud». En su reverso tradicionalista, tampoco tiene problema en negar la interrupción voluntaria del embarazo (derecho alcanzado en fechas recientes en Argentina), lo que equivale, por ejemplo, a obligar a una mujer a llevar a término un embarazo no deseado. Muy libertario eso no parece.

Al igual que tampoco lo es su indisimulada confluencia con quienes sostienen las bondades de la dictadura militar (1976-1983), como su candidata a la Vicepresidencia (Victoria Villaruel), a pesar del sadismo con el que se desempeñó el régimen de terror de Videla, Massera y compañía. Nos quieren presentar ese periodo criminal como inevitable contención del comunismo, y, otra vez, las justificaciones de los crímenes masivos de Estado también nos suenan. Con esas credenciales, Milei aún brama en sus mítines con un populachero «¡viva la libertad, carajo!», que nos lleva a cuestionar qué idea distorsionada se va conformando de la libertad y qué lejos estamos del dignísimo «¡viva la libertad!» del Rector Alas en el paredón de la cárcel modelo de Oviedo. Este Milei y los muchos émulos que le saldrán deberían lavarse la boca antes de utilizar el término; y otros tendrían que empezar a dar la batalla por la palabra, arrebatada por incomparecencia.

La ventaja de Milei y lo que puede permitir la reproducción del fenómeno, no es sólo la crítica situación de su país y el agotamiento de los argentinos, seguramente justificado. Milei conecta a la perfección porque satisface nuestras íntimas frustraciones derivadas de las múltiples molestias de vivir en sociedad, y da una nueva vuelta de tuerca al discurso político, elevando la cicatería y mezquindad a programa electoral. Apela a lo peor y evidente de nuestra condición, esa que tenemos a flor de piel cuando estamos dolidos o cansados, cuando los planes no salen, cuando algo no anda bien o cuando nos consideramos acreedores de todo y deudores de nada.

Esa que no desea pagar impuestos, compartir servicios públicos, dar oportunidades y sustento básico a quien está en desventaja, comprender los contextos y las razones de quienes están en el margen, limitar la velocidad del vehículo, tolerar la diferencia que nos inquiera, contener al energúmeno que tenemos bajo las capas de la cebolla y que no soporta que las cosas no se hagan a su dictado. Ahora ya podemos darle rienda suelta porque, haciéndolo, podremos llamarnos ufanamente libertarios, según la nueva acepción del término. Y, con suerte y mucho descaro, convertirnos en referentes de este tiempo, líquido y oscuro como la pez hirviente.