Alumnos de 6ºA del colegio público Jovellanos de Gijón cuentan los especiales métodos con los que trabajan dentro y fuera del aula bajo el magisterio de José Luis Sagredo
18 dic 2016 . Actualizado a las 18:03 h.Van entrando tranquilamente de vuelta del recreo. Toca Sociales, no música, pero el profe les espera sentado al piano. Suelen hacerlo así, como en una especie de técnica de descompresión entre el patio y el aula. Se van situando en torno a José Luis Sagredo, que se arranca con los acordes iniciales de una canción que uno no esperaría escuchar en un aula de 6º de primaria de 2016. «¿Quién eres tú, qué haces aquí? / Has de saber que yo soy Rocinante», cantan a coro los 26 niños y niñas, en una preciosa versión de aquella canción de Asfalto del año de la Constitución. Acaban, se sientan ordenadamente en las mesas, dispuestas en grupos. Ahora deberían empezar a atender la presentación sobre el cambio climático que han preparado Guille, Tati, Luis y Celia, y a tomar apuntes que luego acabarán siendo pasados a limpio y convitiéndose en un libro de texto de autoría colectiva; una más de las muchas peculiaridades que convierten a los alumnos de esta clase del colegio público Jovellanos de Gijón en protagonistas de una experiencia educativa muy especial. O quizá, más que alumnos, se debiera decir la «tribu» de 6º A, y más que aula, «aldea astur». Porque así es como se han bautizado a sí mismos sus 26 jóvenes habitantes.
Sin embargo, la presentación tendrá que esperar al final de la clase. La agenda del día ha cambiado. Esta vez ellos mismos y ese modo peculiar en el que trabajan en el aula (y fuera de ella) van a ser el tema de la exposición. Y la van a hacer entre todos. Hay datos que llaman la atención nada más empezar ese ejercicio colectivo: la cantidad de niños y niñas que se lanzan a intervenir; la unánime precisión de su lenguaje; la claridad de sus argumentos. No están haciendo una demo ante una visita ni compitiendo por protagonismo. No se cortan, no repiten fórmulas ni mantras. Lo tienen muy claro. No hay mejor forma de resumirlo que la sinceridad de la que echa mano Carmen López: «Vengo a clase feliz».
Educar más que formar
Todo ello es un resultado visible del método que, desde el curso pasado, está aplicando en su trabajo con este grupo José Luis Sagredo; un salmantino con veinte años de magisterio vocacional a las espaldas, ocho de ellos como director de un colegio rural en Valladolid donde empezó a poner en práctica sus ideas. Firme defensor de la educación pública y muy crítico con la burocratización y la abulia del sistema educativo español, su forma de trabajar no se basa en tendencias ni escuelas pedagógicas o ideológicas, sino en el simple precipitado de su experiencia y en una distinción radical: «Formar no es lo mismo que educar».
Sagredo tiene claro que «una formación sin educación no vale para nada» porque «tenemos que educar gente que convivan, que estén a gusto, buenos ciudadanos con los valores y los comportamientos necesarios para convivir». Eso requiere «de maestros, padres y legisladores una visión a largo plazo, un tiro que hay que poner a 20, 30, 50 años vista». «Tenemos que darles la caña y enseñarles a pescar, pero no podemos saber qué tendrán que pescar en un futuro que nadie es capaz de imaginar», sostiene el docente, que además cree que existe «un desfase entre una escuela que sigue formando lo mismo que demandaba la escuela de sus padres y abuelos, que es la misma que la de la Revolución Industrial».
Por eso se trata de «dejar de esquivar nuestra responsabilidad como maestros, educar en competencias que están en la raíz de la mejora de los comportamientos sociales -que son los más difíciles de cambiar». Y, por otra parte, de «asimilar de una vez lo que nos están diciendo los neurocientíficos sobre la forma en que los niños aprenden, y dejar de empeñarnos en ir por otro lado».
El núcleo de esas competencias se organiza en torno a valores como la libertad y la responsabilidad, la confianza mutua, el respeto, la bondad, la creatividad convertidas «no en asuntos transversales, sino medulares» de cada asignatura y cada acción. Idealmente, Sagredo defiende que cada centro debería de concretar su propio proyecto, con sus propios profesionales y métodos, en torno a esa médula. Ya que eso, según él, no está sucediendo, persiste en intentarlo donde sí puede hacerlo, en esta irreductible «aldea» pedagógica que empezó a funcionar el pasado curso con sus alumnos de Gijón. Una ciudad, a la que por cierto, se vino con su familia de cinco hijos «buscando el mar».
Un ejercicio infrecuente
Pero todo lo anterior lo comenta Sagredo fuera de clase. Hoy, dentro del aula y como casi siempre en Sociales, el profe está callado la mayor parte del tiempo. Los alumnos pilotan y él escucha -un ejercicio infrecuente- lo que sus alumnos piensan de él y de su forma de trabajar. «Sus métodos son diferentes a los de otros profesores», dice sin titubeos Eric Parra. «Es verdad, no es el típico profe que nos esperábamos», apostilla Guillermo Campos, quien explica que los contenidos «no los estudiamos, sino que los interiorizamos». Tampoco hay deberes para casa. «Hacemos los ejercicios en clase para acabarlos aquí, no en casa. y nosotros mismos nos ponemos una fecha límite», conforme a lo que alumnos y maestro llaman «pacto de organización», con plazos que todos se han comprometido a respetar. Solo en caso de que ese acuerdo se inclumpla, habrá tarea que llevarse a casa.
«Es mucho mejor esto; antes parecíamos esclavos», afirma Carla Argüero, que describe este sistema como un «método de responsabilidad». Guille, por su parte, recuerda haber «comentado de camino al cole» con su amiga María que con este sistema se sienten «más felices» porque entre otras cosas tienen «más tiempo para las actividades extraescolares». No se le olvida lo que sucedió durante cuatro días -ni tampoco olvida las fechas: «del 18 al 22 de octubre»- en el que pidieron al profe un regreso al sistema habitual de deberes: «Fue un infierno».
La participación es básica, pero la cosa va más mucho más allá. Eric pone la palabra clave sobre el tapete: «Nos autogestionamos». Por ejemplo, cuenta Carmen López, está el sistema de exposiciones de las unidades de Sociales: investigan por grupos, las preparan para exponerlas en una presentación, las explican a los demás, que toman apuntes que después se pasan a limpio y se van sumando para que los alumnos hagan su propio libro de texto.
«Los primeros días nos cortábamos mucho», recuerda Inés Amado, pero incluso para aquellos que más se les hacía cuesta arriba, el miedo escénico es historia. Todo se basa en «creer en uno mismo». Al hablar de este asunto las miradas se vuelven hacia Marina García, que cuenta con un leve sonrojo: «Yo pensaba que no iba a saber hacerlo muy bien, pero acabé haciéndolo». Dos compañeras soplan por lo bajo: «Y además es la que mejor lo hace». La compenetración y la integración entre los alumnos y alumnas pone las cosas fáciles, desde luego. Lucas, autista, es uno más en clase; participa en los equipos y registra mediante sus dibujos lo que se dice en las exposiciones. Mientras sus compañeros hablan, su cuaderno no cesa de llenarse de líneas y colores.
Confianza y autocrítica
Pero la confianza en uno mismo está contrapesada en este aula por la autorreflexión y autocrítica. Los alumnos se enfrentan a sus propios avances, detectan sus atolladeros y participan directamente en sus procesos de evaluación. Sergio de la Rivaherrera cuenta que cada fin de trimestre se autoevalúan «a través de un cuestionario que enviamos por email». Es, explica su maestro, un sencillo formulario donde se recogen los estándares de aprendizaje y que se complementa con sesiones de autocorrección colectiva en clase. Y algo crucial: los exámenes no son vistos como tales. «Es como cuando vas al médico y te hace un chequeo, solo que aquí lo que se revisan son nuestros conocimientos», aclara Carmen.
Las nuevas tecnologías -unas TIC con un lado marcadamente humano- tienen un papel central en el aula de muchas maneras, e internet es una prolongación natural del espacio del aula. Héctor se pone casi poético: «Vivimos en la nube». No solo utilizan la vía electrónica para sus intercambios: la tribu tiene su propia web, donde van colgando todos los contenidos relativos a la vida en el aula, el centro, las familias… y otras actividades. Por ejemplo, apunta Luis Pando, ahora mismo están trabajando en una web sobre cultura asturiana «que hemos pensado para alguien que sea de fuera y no la conozca, como José Luis». También desarrollan en la asignatura de Lengua un taller de radio con soltura cada vez mayor. «Antes cogíamos los temas y preparábamos un guión para hacer los programas, ahora ya nos vamos ateviendo a hacerlo en directo», relata Sara Marcos.
En esta aldea pedagógica hay vida más allá de las aulas y el mundo digital. La tribu sale a menudo a realizar visitas guiadas que ellos mismos han elegido de entre las disponibles y, aparte de las actividades vinculadas a cada salida, cuando hay tiempo comparten una «comida comunal» con lo que ellos mismos llevan. «Antes llevábamos comida basura, chuches y gominolas. Pero José Luis nos propuso llevar comida más saludable, y ahora llevamos cosas como empanadas», precisa Eric. Hay risas.
Más que música
En este 6º A la música es mucho más que una asignatura. Es un medio que «crea lazos, que une», según José Luis Sagredo, músico él mismo, que ha montado coros con alumnos y con padres con ese mismo objeto en sus destinos anteriores. Ahora mismo, sus alumnos gijoneses están embarcados en la grabación de un villancico que se integrará en un proyecto de Navidad, en el que llevarán hasta el Muro de San Lorenzo un montón de paquetes que ya tienen preparados: «Son regalos que haremos como que arrojamos al mar, pensando en los niños que están muriendo ahogados», aclaran. Y hay también otra grabación en marcha. «Es un lío en el que nos hemos metido ahora para mandar una canción a "El Hormiguero"», adelanta María García Argüello; en concreto, al espacio «Covers» de Emilio Aragón. Si no gana, no pasa nada, tranquiliza Nicole García Acevedo, casi cuentan con ello: «Pero lo incluiremos en un disco que estamos grabando con canciones para regalar a nuestros padres a fin de curso».
Unos padres que, como era de esperar, están también «como nosotros, muy sorprendidos», confiesa Carmen, encantada con lo que está pasando en su aula «porque esta es una forma muy buena de prepararnos para el futuro». Sagredo siempre ha buscado llevar al máximo la implicación de madres y padres en la vida escolar de sus hijos, mostrándoles también el resultado de su trabajo, como sucederá dentro de unos días, en enero, con un acto en el que los alumnos expondrán ante ellos sus presentaciones. La máxima de fondo es el proverbio africano del que también ha echado mano José Antonio Marina en uno de sus libros: «Para educar a la tribu hace falta la tribu entera».
La hora se echa encima. Aún ha tiempo para que el grupo que tenía prevista su presentación cuente algo sobre el cambio climático. Todos toman notas y una alumna, además, lo graba en smartphone para el archivo de la tribu. Suena el timbre, todos vuelven al piano y cantan, se enlazan casi sin darse cuenta y se balancean mientras cantan una de Antonio Vega, El patio de mi recreo. Viene muy al caso, en un aula que hace todo lo posible por alejarse -volviendo al principio- de aquella otra canción de Asfalto, Días de escuela: «Formados frente a una cruz y a ciertos retratos/ entre bostezo y bostezo, gloriosos himnos pesados...»