Mano esclava siria para hacer prosperar los cultivos del sur de Turquía

Pablo Medina REIHANLY / E. LA VOZ

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Un tractor y unos niños en el campo de refugiados de Yuneidat, situado en el sur de Turquía próximo a la frontera con Siria.
Un tractor y unos niños en el campo de refugiados de Yuneidat, situado en el sur de Turquía próximo a la frontera con Siria. Pablo Medina

La tribu Yendedat paga entre dos y tres euros por jornada a los refugiados, pero también se dedica al tráfico de personas y drogas. Algunas personas que lograron salir de Siria gracias a ellos acabaron siendo agricultores en las tierras del clan

02 may 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Abdulmayed supo que debía dejar su Siria natal cuando vio que las milicias chiíes Al Mahdi, enviadas por el clérigo iraquí Muqtada al Sadr al país Mediterráneo para combatir la revolución, dejaron que los cadáveres de sus compatriotas se pudrieran en las cunetas de Damasco. Todos inocentes pero subyugados a la violencia del dictador Bachar al Asad. Se fugó a Idlib, donde perdió a siete hermanos, y de ahí pasó a Hatay, al sur de Turquía, donde empezó a sufrir los abusos de los terratenientes locales. Ahora, vive como puede en el campo de refugiados Saha, ganando un euro por día. Y como él, sus otros compañeros. 

Sajaa —generosidad en árabe— es el hogar de 350 jornaleros que fueron recibidos por los turcos con los brazos abiertos cuando montaron el campo en el 2012 y que, años después, serían tratados con humillación. «Cuando llegamos, nos parecían santos, pero estos últimos años han abusado de nosotros. Nos ven como la competencia porque aceptamos cualquier trabajo que nos den. Ellos quieren algo más regulado, con horarios controlados y sueldos buenos. Nosotros podemos trabajar 20 horas si hace falta y en peores condiciones, pero aún así nos discriminan porque creen que les robamos los puestos», aclara. Su casa es prácticamente una habitación levantada con ladrillos y cemento. En ella tiene que vivir con su esposa y sus diez hijos.

Abdulmayed y unos amigos en el campo de refugiados de Sajaa.
Abdulmayed y unos amigos en el campo de refugiados de Sajaa. Pablo Medina

Desde su llegada, se ha convertido en el director de este espacio, aunque todos sus habitantes, niños incluidos, se han convertido en labriegos para cosechar cebollas, patatas, uvas, garbanzos, zanahorias, pimientos y frijoles. Los propietarios de las tierras colindantes mantienen cultivos activos de forma estacional para gozar del beneficio de la cosecha todo el año. Sin embargo, el beneficio percibido por quien trabaja la tierra no da para vivir. «Mi jefe nos prometió que un día trabajaríamos de 9.00 a 20.00 y que nos daría 50 liras turcas —ni un euro y medio— por la jornada a mí y a otros dos compañeros. Al final, trabajamos hasta la madrugada y nos dio 100 liras —menos de tres euros— a repartir entre los tres», se queja otro jornalero, Hakmad mientras fuma. La oenegé Support To Life elaboró un estudio que avala estas cifras.

Algunas personas que viven en Sajaa tuvieron que huir dos veces. Primero de la guerra; después, de las consecuencias del terremoto del año pasado, que dejó cerca de 60.000 muertos entre Turquía y Siria. La reconstrucción de los edificios afectados en la zona de Hatay avanza lentamente y 20 familias se han visto obligadas a desplazarse a Sajaa y trabajar la tierra en vista de que el desplazamiento a las ciudades cercanas es imposible. Los núcleos urbanos son ya de por sí desfavorables para los sirios, pero los afectados por el seísmo han visto empeoradas sus ya complicadas situaciones vitales.

Hakmad y su familia en el campo de refugiados de Sajaa.
Hakmad y su familia en el campo de refugiados de Sajaa. Pablo Medina

En el campo de Yuneidat, la situación no es mejor. Algunos, como Alí al Salum, han conseguido contratos temporales de cuatro meses con 10.000 liras mensuales —287 euros— a percibir y repartir entre los nueve miembros de su familia. Su esposa, Umm Hussein, consigue reforzar ese sueldo cuando le dan trabajo. «Nos pueden dar hasta 200 liras —poco más de cinco euros— por día y mis hijos trabajan conmigo, pero no todos los días podemos ir a labrar. Algunos días incluso trabajamos sin que nos paguen», asegura.

Poder traficante

Todos los habitantes de Sajaa y Yuneidat viven en el mismo ecosistema: una jungla de casas de hormigón y cemento para los más afortunados y tiendas hechas con plásticos y listones de madera que no tienen más que espacios para que la familia duerma y cocine como pueda. Algunas zonas del primer campo, las más humildes, se inundan cuando hay precipitaciones. Los arroyos artificiales creados alrededor de la zona quedan llenos de agua estancada, y la posibilidad de contraer enfermedades digestivas se dispara.

Pero también los terratenientes se involucran en sepultar las demandas de los labriegos para satisfacer sus necesidades. En Yuneidat, Umm Alí trabaja en un terreno de 10.000 metros cuadrados bajo la vigilancia de Othman, el jefe de la tribu Yendedat en el campo, cuyos miembros también se han dedicado al tráfico de personas. Una mujer de Reihanly confirma que ella pasó de Alepo a esta ciudad del sur turco gracias a uno de los miembros del clan

Los Yendedat aprovechan los puntos ciegos de la frontera con Siria para que algunas personas procedentes de Idlib, ciudad controlada por el grupo salafista Hayat Tahrir al Sham —opositor al régimen de Al Asad— puedan cruzar y esconderse en casas de las localidades cercanas o bien acabar en campos de refugiados como el de Saha o Yendedat. Además, también hacen caja con drogas por el paso de Bab al Hawa. Otros traficantes aprovechan esta ruta para mercadear ilegalmente con oro, cerámica, metales y otros enseres. Las armas para los rebeldes sirios también pasan por este tramo de la frontera.

«No podemos perder el contacto con ellos porque son los únicos que pueden garantizar un acceso seguro a Turquía si algún familiar no aguanta más en Siria y decide buscar un futuro mejor», explica otra mujer en calidad de anonimato. Ella pagó cerca de 2.000 euros para cruzar junto a sus hijos por un túnel, pero si se cansan de su estancia, deberán dar más dinero. «Si queremos ir a Europa, tenemos que pagar 10.000», cuenta otro hombre que no desea ser identificado porque va a enviar a sus hijos a uno de los países de la Unión. «Es arriesgado, pero no podemos quedarnos aquí. No tenemos futuro, tampoco en Siria», reseña.

 Coacción a los refugiados

Umm Alí, agricultora, en su casa del campo de refugiados de Yuneidat.
Umm Alí, agricultora, en su casa del campo de refugiados de Yuneidat. Pablo Medina

Umm Alí también trabaja la tierra a sus 52 años. Su hijo quiere ser el siguiente presidente de Siria, pero ese futuro ya se lo negó Al Asad cuando consiguió perpetuarse en el poder tras la fallida revolución del pueblo. Ella gana 200 liras —casi seis euros— por jornada, pero tiene que decirlo en secreto, cuando el jefe de los Yuneidat no está. «Esta gente es mala. Cuando nuestra oenegé les ofrece ayuda, el líder siempre quiere quedarse con la mitad y darle el resto a los refugiados», cuenta una trabajadora social.

Cuando el líder de los Yendedat aparece, lo hace enojado. «¿Por qué preguntáis tanto por el sueldo? ¿Qué os importa lo que ganen? Nosotros cuidamos de ellos cuando nadie les dio ayuda», se queja amenazante. Acto seguido, Umm Alí se alinea con el patrón por miedo. «Estoy muy agradecida de que me hayan acogido. No tengo que pagar la casa», asegura, aunque es mentira: tiene que pagar su alquiler religiosamente, pero lleva una semana sin cobrar y, además, tiene que alimentar a sus cinco hijos. Dos de sus hijas ya salieron del campo al casarse, una práctica habitual entre los asalariados turcos y árabes: van a los campos, ven a una mujer que les guste y pagan por ella. Las mujeres se convierten en mercancía.

El séquito que sigue al capataz es variopinto. Los más humildes presentan síntomas de malnutrición y sufren secuelas psicológicas de los bombardeos sufridos cuando tuvieron que huir del régimen sirio. Otros, sin embargo, siguen a cualquiera que se acerque al volante de coches Mercedes y Honda inmaculados. Son turcos y viven notablemente mejor que sus subyugados. No tienen reparos en presumir de los beneficios que les genera el maltrato a los agricultores. El Gobierno turco, por otra parte, no ofrece protección a los vulnerables y se desentiende de la cuestión. Una cuestión que deja esclavizada a tres generaciones de sirios afincados en el sur del país.