Robinho. Esa es la amenaza. Aquel jugador con cara aniñada, samba fácil y sonrisa casi perpetua que fichó el Real Madrid para ser o reiciño. En verano del 2005 aterrizaba en España un jugador que rizaba el balón en los entrenamientos. Llegaba del Santos. Lo subían a los altares de Pelé. Desde entonces ha llovido mucho en la casa blanca. Tanto, que apenas queda nada de la huella de Robson de Souza, que parecía una especie de Peter Pan, un futbolista que dejaba para septiembre la asignatura de crecer. La cuestión es si Neymar acabará pareciéndose más a Robinho que a Pelé. De momento no ha podido emular la aventura de Maradona en el Nápoles. El Paris Saint Germain no es más desde que él ha llegado. Sin él, el club millonario hubiera mantenido su reinado en Francia sin mayores disgustos porque no tiene rival. En una temporada, el brasileño ha hecho de todo, menos ganar la Liga de Campeones. Le ha dado tiempo a prometer amor eterno, a cansarse, a deslumbrar, a pedir un aumento, a pelearse con Cavani y a lesionarse. Siempre arropado por su séquito, los Toiss, esos amigos a sueldo que siguen al astro. Y seguido por millones de personas en las redes sociales. Las alas de la fama baten para él. Cualquiera sabe que tiene perfil de Balón de Oro. No como Xavi, Iniesta o Casillas. Tiene la bendición de las marcas y, a la mínima, será distinguido como el mejor jugador del Mundial.
Rusia le ha tendido una alfombra al Brasil de Neymar. Empezó por decapitar a su último fantasma, la selección alemana, que fue la primera grande en volver a casa. Después fue derribando a otros adversarios que también podrían resultar incómodos. De momento, la jugada más repetida del alma de la canariha es la croqueta ante Serbia. Ese empeño en rebozarse por el césped. Esas vueltas dignas de un pequeño motor. Ese teatro innecesario. Esa sombra de Robinho a la espera de Pelé.
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