Pésima noticia para los demócratas: Donald Trump vuelve a la Casa Blanca. Reforzado y con más apoyo popular que en el 2016. Obtuvo entonces tres millones de votos menos que Hillary Clinton, aunque el singular sistema electoral estadounidense le dio la presidencia. Ocho años después, su victoria es contundente y sin paliativos: conquista la mayoría de votos electorales, los que realmente cuentan, pero consigue también seducir a unos cinco millones de ciudadanos más que Kamala Harris. Del respaldo de un 46 % de los votantes —dos puntos menos que Clinton— al apoyo de más de la mitad. La dificultad no consiste tanto en explicar su triunfo como las razones de su resurrección, después de ser derrotado por Biden en el 2020. No consigo entenderlas. Me resulta incomprensible que el pueblo estadounidense entregue la presidencia de la nación a un delincuente condenado por 34 delitos graves, un instigador de la turba golpista que asaltó el Capitolio y un individuo que, al abandonar la Casa Blanca, se llevó consigo documentos clasificados sobre temas menores como las armas nucleares, los planes del Pentágono o las comunicaciones con mandatarios extranjeros.
Trump retorna con mucha más fuerza. Todo el poder imperial se concentra en sus manos. Los republicanos vuelven a controlar el Senado, que se renovaba parcialmente en estas elecciones —se elegían 34 de los cien senadores—, y muy probablemente ampliarán la exigua mayoría con que cuentan en la Cámara de Representantes. El control de ambas cámaras le facilita a Trump la aplicación inmediata de sus políticas enunciadas. El cierre de fronteras y las deportaciones masivas de inmigrantes. Los recortes fiscales y la implantación de la agenda neoliberal. El establecimiento de aranceles y la vuelta al proteccionismo: el aislacionismo que tanto preocupa a Europa y tanto celebra la ultraderecha. El abandono de Ucrania y su cesión a la voracidad de Putin.
La acumulación de poder incluye al todopoderoso Tribunal Supremo, cuyos nueve jueces son elegidos por el presidente y confirmados por el Senado. Actualmente hay seis jueces conservadores, que fueron designados por Bush y Trump, y tres liberales, nombrados por Obama y Biden. Fue esta corte, la más reaccionaria en ochenta años, la que hace dos años derogó el derecho constitucional al aborto por, como era fácilmente predecible, seis votos contra tres.
Kamala Harris, y no solo ella, cree que Trump es un fascista. Otros demócratas, más cicateros o más benévolos, lo rebajan a la categoría de populista de extrema derecha. Pero, al margen de etiquetas, todos coinciden en considerarlo un individuo resentido que tiene pendientes muchos ajustes de cuentas. Un tipo peligroso y sin contrapesos que contrarresten el ingente poder acumulado. Una amenaza cierta para los Estados Unidos y, por extensión, para las democracias occidentales.
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