Bienvenida sea, aunque llegue con años de retraso; con la incertidumbre de sus resultados, con importantes dificultades técnicas y con puntos débiles. Pero, aun así, la ley para la protección digital de los menores, que acaba de echar a andar, resulta imprescindible a la vista del daño que están causando las redes sociales, aunque aún le queda un largo camino para que comience a dar sus frutos. Si los da.
No es necesario decir que las redes sociales están convertidas en un estercolero y que los más jóvenes, prácticamente desde los 11 o 12 años, dedican demasiado tiempo a navegar por ellas. Y ahí surgen problemas de convivencia, odio, manipulación, porno, adicciones, humillaciones, amenazas, bullying, pedofilias, agresividad, bulos y violencia sexual. Todo un catálogo de maldades y delitos. También aumentan los trastornos de ansiedad o alimentación y cae la autoestima. Y, lo que es más preocupante, existen estudios que concluyen que las redes están disparando los suicidios entre los jóvenes.
Pues ante este panorama y cuarenta años después de la aparición de internet y dos décadas desde las de Facebook y X (antes Twitter) se da un paso —que reconozcamos que es importante— para su control, con el incremento para su utilización de la edad a los 16 años, con la reforma del Código Penal para castigar a los ultrafalsificadores y órdenes de alejamiento para los que delincan contra los menores.
Pero después de tanto aguardar y del paso dado, el texto presenta aspectos que no contribuyen precisamente al entusiasmo. Uno destacado es el control parental con un sistema en los dispositivos para limitar el tiempo de conexión y el acceso a determinadas aplicaciones. Los padres serán, pues los primeros responsables de la salud mental de sus hijos. Pero lo que no se contempla es que son la mayoría de esos padres los que facilitan el acceso al mundo digital, sin preocuparse después de ejercer una orientación y control.
Existe otro flanco débil. Para que pueda llevarse a cabo ese control parental, los fabricantes habrán de incluir por defecto una herramienta en los dispositivos. Lo que va a resultar especialmente complicado porque, además de tener que negociar y alcanzar acuerdos con las firmas establecidas en Europa, se escaparán de la norma la mayor parte de ellas que tienen sus sedes en Oriente y que son conscientes de que cualquier útil de control va en contra de su negocio.
Y un tercer elemento que induce a rebajar el optimismo es que el registro de la edad de los usuarios para evitar contenidos pornográficos o violentos no podrá chocar con el derecho a la privacidad.
Así pues, bien está el intento, pero seamos conscientes de que todo el esfuerzo puede resultar inútil. La solución a esta calamidad online se antoja bastante más sencilla. ¿Es necesario que un adolescente de 11 años disponga de un dispositivo digital de última tecnología con el que acceder a las redes? Pues eso.
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