Se había convertido en una rutina anual, y al acercarse octubre e instalarse durante un mes en los almanaques subrayando la nueva estación en los calendarios, abría una rendija de papel por donde se colaba el artículo que saludaba al otoño. Es falso que viniera por sorpresa y que los días mermados de luz en las tardes perezosas dijeran un largo adiós al verano que, llegando a este punto, hacía mutis por el foro. Todo estaba previsto y la puesta en escena de un septiembre despidiéndose desde un catálogo de grises que oscurecían los tonos amables de un cielo agosteño.
No voy a escribir acerca de las lluvias obsesivas que hacen parada y fonda por estos lares, ni de que la lluvia de octubre es sinfónica o cuando menos melódica, formando coros reiterados por la plazas del pueblo. No, no diré nada de esto y desmentiré que el paisaje es del color del oro viejo que forman las hojas caídas que van y vienen jugando con la brisa. Son únicamente las hojas muertas que cuentan los capítulos sin cerrar del texto inédito de un verano que se fue por una esquina del viento.
No quiero confesar que estoy triste porque ovillé la madeja de mi melancolía en las páginas del libro de la vida donde ya es otoño para siempre. No lo haré y volveré al malecón y a las calles, a las grandes alamedas por las que pasea mi imaginación tarareando una canción de Víctor Jara. Y proclamaré las alboradas que preceden a las mañanas luminosas de un país inexistente en el que siempre es domingo. Dejaré que las palabras corran libres por el teclado y se vayan ubicando en las frases que me devuelve la pantalla del ordenador, celebrando, a propósito, que no pienso escribir de nuevo y una vez más, sobre el otoño.
Tampoco escribiré, porque no es cierto, que amo las flores del otoño, que me gusta el ciclamen y el brezo y que contemplo entre silencios los pensamientos y crisantemos, que son las flores de los muertos. Y dejaré que la noche me cuente al arroparme, al subir el embozo de los primeros fríos, los relatos que escuché en mi infancia y que fueron creciendo conmigo, viajando allí a donde yo acudía y señalándome todos los caminos que llevan a la mar, mi compañera de siempre.
No contaré que octubre y noviembre se quedaron en la ventana de mi alcoba y que, cada mañana, al levantar la persiana, me recordaban la canción dorada del otoño.
Decididamente, hoy no voy a escribir sobre el otoño.
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