Ya has visto mi escroto?». Para cuando se percató del alcance del mensaje, el aviso de lectura confirmada ya había sido enviado desde el teléfono al que minutos antes había recurrido para interesarse por su «escrito». El autocorrector del WhatsApp adquiere vida propia cuando menos lo necesitas para confirmar con rubor la implantación de un nuevo urbanismo comunicativo que destroza algunas de las viejas indicaciones sagradas sobre lo que hay que decir y, sobre todo, cómo hay que decirlo. Los errores gramaticales, que antes eran un deshonor que había que soslayar a fuerza de lectura y repetición, se toleran hoy con una especie de jolgorio general que va en aumento, hasta el punto de que la censura parece dirigirse ahora hacia los pocos que escriben mensajes con las letras que corresponden, la acentuación que toca y las normas gramaticales en su sitio. La pulcritud en la escritura digital está en desuso y a diario leemos cientos de mensajes adulterados por un autocorrector revoltoso, unas abreviaturas cada vez más audaces y una ocupación flagrante de anglicismos muy por encima de nuestras posibilidades. Todo esto, para quien conserva intacto el esfuerzo por escribir, porque la tendencia es que en lugar de hablar se manden mensajes de audio en diferido, en una especie de retardo voluntario encadenado que fluye entre la autocensura y la vagancia.
La estilista de Isabel Preysler describía hace unos días su rutina laboral en Vanity Fair. «No tengo dos días iguales. Si es una celebrity que va a asistir a un evento, enterarme bien del dress code y ponerme a hacer el research y request, poner una fecha de fitting y así hasta dar con el look 10. Si es para una editorial, recibir el briefing del mood del shooting y empezar el shopping por los showrooms». Así andan las modernas. Palabrita.
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