Djokovic, número uno del tenis mundial, se ha convertido en héroe global del negacionismo. En su Serbia natal ya lo era: corresponsable tal vez de la ínfima tasa de vacunación en aquel y demás países balcánicos. Ahora, tras su affaire en Australia, el eco de su posición antivacunas se extiende a todo el planeta. Se suma a los ídolos de masas que primero negaron o minimizaron el coronavirus y después rechazaron las vacunas. Como Eric Clapton o Van Morrison, que pusieron su música al servicio de la superchería. Como —¡ay!— mi admirado Robert de Niro, quien asegura que las vacunas pueden causar autismo. O como los famosillos domésticos, pongamos que hablo de Miguel Bosé o de Paz Padilla, que aprovechan su notoriedad para propalar bulos. Me centro en ellos, y no en Trump o Bolsonaro, porque aquellos son los influencers decisivos: mucha gente confía más en el diagnóstico del ídolo social que en la palabra del presidente, del ministro o de los expertos en salud.
El negacionismo, como rechazo y evasión de las verdades incómodas, tiene solera y arraigo. El hombre es crédulo por naturaleza y esclavo de sus creencias, estereotipos, manías y supersticiones. Desprenderse de ellas, cuando los hechos y la evidencia científica las demuestran erróneas, cuesta horrores. Y no pocos se resisten ferozmente al despojo. Después de Galileo, los negacionistas rechazaban la tesis de que la Tierra giraba alrededor del Sol. Los creacionistas, siglo y medio después de Darwin, siguen negando la evolución de las especies. Mi abuela —y seis de cada cien estadounidenses— murió convencida de que la llegada del hombre a la Luna era una patraña. Los negacionistas la avalan: Armstrong solo era un actor, el Apolo XI una nave de cartón piedra y las históricas imágenes un burdo montaje en plató de televisión.
Ya en el fraude de la NASA aparece la conspiración como tesis central de los negacionistas de toda laya: los del Holocausto, del virus del sida, del cambio climático, del covid o de las vacunas. A falta de pruebas científicas, misteriosas confabulaciones de gobiernos, farmacéuticas, grupos ecologistas, chinos de ojos aviesos, inoculadores de microchips y el sursuncorda.
Todos los negacionismos entorpecen el avance de la ciencia y en su mayoría tienen efectos perversos. Pero no todos revisten la misma gravedad. Hay grados. Mi abuela negacionista murió como una santa, sin haber molestado a nadie. Los antivacunas, sin embargo, constituyen un peligro para la salud: la suya, que me importa lo justo, pero también la nuestra, a la que tengo mayor aprecio. El presidente Macron ha expresado su deseo de emmerder —fastidiar, hacer la vida imposible— a los negacionistas del covid: impedirles el acceso a actividades sociales. Rechazo su formulación, pero comparto su propósito: no se trata de joder a la minoría refractaria a las vacunas, sino de proteger a la mayoría. Y un último consejo a los aficionados al tenis: cada vez que Djokovic golpee la pelota, con su indiscutible maestría, protéjanse el rostro. Con mascarilla, a ser posible.
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