Terminó el periodo navideño y, ante todas las dudas de si se deberían celebrar o no eventos, en prácticamente todo el territorio nacional no hubo suspensiones (como pudimos ver el miércoles con las cabalgatas). Podemos decir que no se han parecido a las navidades de hace un año porque había más restricciones, pero tampoco se han igualado a las de 2020 porque no es posible vivir así mientras tengamos datos que nos obliguen a ser precavidos (la endemia como si el coronavirus fuera una gripe ni siquiera ha comenzado). Desde el 23 de diciembre hasta ayer, se han notificado en España 1.200.000 contagios y más de 800 personas fallecidas por COVID. Alrededor del mundo también hay cifras terribles y cada país decide de manera unilateral su estrategia a seguir.
El año nuevo ha empezado con la polémica con el tenista Novak Djokovic, que se encuentra retenido en un hotel de Melbourne por no cumplir con la exigencia de Australia de tener puestas al menos dos dosis contra la COVID, y su situación no solamente es una cuestión deportiva, sino incluso diplomática. En algunos países europeos como Francia e Italia se pondrán más trabas a quienes no estén vacunados para acceder a bares y restaurantes y se obligará a quienes tengan más de 50 años a que se inmunicen.
Cumplimos dos años desde que se descubrió en China este virus y lo que parece claro es que nadie se plantea un nuevo confinamiento al estilo de la primera ola, pero sí que parece que se empieza a cambiar criterios con los que conseguir acabar con esta pandemia. Es elemental seguir insistiendo en que sin salud no hay economía, aunque entiendo perfectamente a los más perjudicados por las restricciones porque necesitan ganarse la vida (y es duro y cansado ver que el paso del tiempo no ha permitido volver a una normalidad plena).
Decía una mujer ayer en Twitter que ya podemos ser felices al terminarse los machacantes anuncios de las colonias en las televisiones (aunque ojo, porque ahora llega San Valentín, el día de la Madre y del Padre, y puede que resurjan de nuevo, siempre y cuando no desplacen a las rebajas que empiezan hoy). Cabría un debate extenso sobre los hábitos de consumo que tenemos, y más ahora con la «cuesta de enero», que tras la compra de regalos y la subida de precios de un año a otro todo se nota.
La verdad es que algo en lo que somos todas y todos protagonistas me resulta curioso que no lo tengamos como una prioridad. Como consumidoras y consumidores no hacemos valer nuestros derechos ni somos plenamente conscientes qué productos (tanto materiales como inmateriales) adquirimos o contratamos. Urge un cambio de criterio, porque para nada somos exigentes con la calidad. Es más, ni tan siquiera ha servido que en el Gobierno de España haya un ministro dedicado específicamente a esto, que solo se convierte en noticia cuando se le quiere manipular sus palabras.
Los juguetes (por los estereotipos sexistas), los dulces y resto de productos alimenticios ricos en sales, azúcares y grasas (considerados nocivos por la Organización Mundial de la Salud) y la carne (crítica a las macrogranjas que explotan a los animales, contaminan el suelo, el agua y la atmósfera y exportan productos de peor calidad en comparación a los de la ganadería extensiva) son algunos temas que ha tratado Alberto Garzón, que parece que su problema no está en si tiene o no razón, sino en que cada vez que habla sube el pan (con lo que le vendría bien un buen asesoramiento comunicativo, porque resulta llamativo que incluso a quien él alaba se sientan atacados).
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