Cuando los príncipes alemanes del siglo XVI empezaron a apoyar la reforma luterana, les importaba un bledo su revisión dogmática, la libre interpretación de la Biblia, o la mundanidad renacentista del Vaticano. Lo que en realidad buscaban era el potencial que ofrecía la cuestión religiosa para minar las estructuras de un imperio que, basado en la bipolaridad política de Carlos I de España y V de Alemania, basculaba claramente hacia la hispanidad. Similares claves explican la creación de la Iglesia anglicana, las guerras de religión en Francia, las Cruzadas, las persecuciones desplegadas por Roma contra los cristianos y la Reconquista de España, que, por su inicio y su complejo desarrollo, podríamos considerar la «madre de todas las cruzadas».
La religión siempre fue un mecanismo muy eficiente para compactar y animar a los bandos en lucha, y, si hemos de atender a la advertencia de Hans Küng, aún lo sigue siendo hoy, como fondo de la soterrada confrontación -el «choque de civilizaciones» de Huntington- que determina las relaciones de poder entre Oriente y Occidente. Pero cada vez se hace más evidente que aquellas guerras solo eran religiosas en su periferia, ya que el núcleo del conflicto siempre era la lucha por el poder político, y por su derivas sociales y económicas.
Solo así se puede entender que hoy, en el referente de tolerancia y democracia que es el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, vecino y ex miembro de la UE, esté resurgiendo el conflicto del Úlster, cuya impostada complejidad fue resumida y asumida, por la prensa y los ciudadanos, como una guerra extemporánea entre católicos y protestantes. La desnuda verdad es que el conflicto del Ulster no es más que el último episodio de una guerra colonial derivada del irrefrenable deseo de Inglaterra de integrar a Irlanda en el Reino Unido. Pero es obvio que, si reconociésemos que el fondo del conflicto está ahí, sería imposible mantenerlo vivo en el justo momento histórico en que las fronteras de Europa -osarios y pudrideros de dimensión continental- son casi irrelevantes.
Hoy, gracias al concurso de la religión, que domina otra vez el relato del conflicto, Londres y Bruselas están convencidas de que la pesadilla del Úlster puede regresar 23 años atrás, hasta dinamitar sin remedio los acuerdos del Viernes Santo. Tampoco falta quien, buscando otros motivos, incluye el brexit entre las explicaciones. Pero yo creo que el fondo de este brote de violencia no es otro que el creciente reblandecimiento de las democracias avanzadas, que, sumidas en un proceso de indignada deslegitimación de la política y de sus clases políticas, están encontrando motivos cada vez más fútiles para instrumentar sus confusas protestas. Y eso equivale a decir que muchas de las colisiones actuales no son más que peligrosas formas de reivindicación desplegadas por grupos que actúan de forma asimilable a los hooligans del fútbol. Aunque su escenario es tan peligroso, y está tan visto, que pone los pelos de punta.
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