La peor parte de cada temporada nueva de The Crown es lo poco que dura. La espera es larga y el placer es breve cuando los capítulos van cayendo deprisa sin remedio. Desde que empezó la serie retratando a la inexperta Isabel II como reina por sorpresa, muchas expectativas estaban puestas de forma inconsciente en ese futuro que a esta superproducción le iba a tocar retratar al llegar a los años más turbulentos y mediáticos de los Windsor. Ese instante está ya aquí con la entrada en escena de la princesa Diana en la cuarta remesa de capítulos. De todas las versiones que se han hecho en cine y televisión de la infausta historia de los príncipes de Gales esta es la más próxima a la idea que el mundo se ha forjado sobre un drama real que no podría haber concebido ni el mejor de los guiones. Y es por esa verosimilitud, aunque no sea cien por cien veraz, por lo que dentro de los muros de Buckingham sus habitantes se remueven en sus asientos, temerosos de verse ante el espejo.
Los dos grandes personajes de los nuevos episodios son la princesa del pueblo y la dama de hierro. Ante el desafío de interpretar tics y gestos tan conocidos -la timidez de Lady Di, la voz impertérrita de Margaret Thatcher- ambos retratos buscan un perfeccionismo que los sitúa por momentos al borde de la parodia. Pero la historia logra mantenerse en pie, rescatada por su solidez y por los paralelismos y por metáforas como la del ciervo malherido que se adentra en un territorio hostil.
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