Puede que solo sean imaginaciones mías, pero tengo la impresión de que los vecinos de enfrente sonríen con sarcasmo cada vez que se asoman a la ventana y miran a nuestra fachada. Bien pueden. El límite de la zona básica de salud en Madrid hace un extraño y pasa justo por en medio de la calle. Ellos están en un área y nosotros en otra. La nuestra es una zona restringida, la de ellos no. Ellos pueden ir a donde quieran, nosotros tenemos la limitación de movimientos de un gibraltareño. Puedo comprar folios, pero no tinta para la impresora. Puedo comprar queso, pero no membrillo. El sábado quería hacer lacón con grelos, o más bien con nabizas, que es lo que hay en esta época, pero el sitio gallego donde las venden resultó estar unos metros fuera de los límites, así que tuve que contentarme con hacer cocido. Tengo un salvoconducto para ir a buscar al niño al colegio, pero no creo que sea válido para vegetales y hortalizas. No sé dónde podría solicitar uno para las nabizas. Quizás en la delegación de la Xunta...
Todo esto me recuerda a aquella vieja película francesa, La loi, c’est la loi, en la que Fernandel es un aduanero francés cuya vida se complica cuando descubre que ha nacido en un giro raro que hace la frontera y en realidad es italiano. Pero yo no me siento molesto, sino curioso. Siempre me han fascinado las fronteras. Quizás sea porque me he encontrado frente a ellas con frecuencia. Cuando era niño, en la calle Nicomedes Pastor Díaz de Lugo, el límite parroquial pasaba también por en medio de la calzada. Cuando viví en Siena, mi casa estaba en el límite entre los barrios, ferozmente rivales, de la Lupa e l’Istrice. En Jerusalén, tuve casa a un lado y otro de la Línea Verde que separaba el Jerusalén árabe del israelí. Me he ocupado de coleccionar en la memoria esta clase de lugares: la carretera N54 en la República de Irlanda, en la que cruzabas dos veces el Úlster y lo sabías porque había soldados británicos apuntándote desde unas torres; el pueblo de Baarle-Hertog, atravesado por la frontera belga-holandesa con una caligrafía tan caprichosa que la línea está pintada en el suelo para que los vecinos se aclaren; Trieste, Beirut…
A base de pensar mucho en las fronteras, creo que he llegado a entenderlas. Son seres vivos, y aunque puedan parecer a menudo arbitrarias, surgen de forma espontánea allí donde existe algún tipo de asimetría. La prueba es que, si uno intenta suprimirla, la frontera simplemente se desplaza a otro sitio. Como cuando se eliminaron, por ejemplo, las fronteras internas de la UE, y lo que ocurrió fue que estas se trasladaron solas a las salas de embarque de los aeropuertos, donde ahora hay que identificarse como antes en una aduana. Incluso cuando es indistinguible en tierra, la frontera sigue siendo evidente desde el cielo, como la de Bolivia y Brasil, en la que el color (verde en Bolivia, marrón en Brasil) muestra el efecto de distintas leyes medioambientales. A veces queda únicamente su sonido, como la invisible frontera que separa Holanda y Bélgica, y que yo, cuando pasé una temporada en Maastricht con mi hermano Antonio hace muchos años, notaba hasta de noche y con los ojos cerrados porque el ruido que hacían las ruedas del coche en el asfalto cambiaba bruscamente.
También estas fronteras sanitarias que tenemos que respetar en estos días reflejan una realidad, en este caso microscópica. Las fronteras ya estaban ahí, separando poblaciones por criterios de densidad, renta, edad, actividad… pero nadie lo sabía, y ha bastado un patógeno invisible al ojo humano para que se inflamen y condicionen nuestras vidas.
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