Escribía el domingo pasado acerca de los daños colaterales que el modelo de vida consumista y la obsolescencia del mercado provocan en el medio ambiente y en nosotros mismos; de cómo la dictadura de la novedad nos avasalla y la publicidad nos bombardea hasta rendir la tarjeta de crédito al deseo inducido. Todo eso es verdad, pero mis reflexiones nacían desde el rencor de una víctima.
Durante cuarenta años usé la misma colonia, su olor se fundió conmigo hasta resultarme imperceptible y era un rastro de mi presencia para los demás. Jamás tuve en consideración cambiar de aroma, haciéndome inmune a las campañas navideñas que publicitan hasta el hartazgo nuevas colonias de temporada con una voz en off en un inglés engolado, acompañadas de sensuales modelos que desparraman su fragancia en escenas imposibles para cualquier funcionario.
Inmune hasta que, por motivos que aún no se me aclararon -pese a interpelar directamente al fabricante-, desapareció del mercado.
Su desaparición suponía perder el olor, un horror vacui semejante al de Peter Pan cuando perdió su sombra se apoderó de mí; al fin y al cabo, no dejaba de ser una amputación caprichosa e injusta infligida por esas crueles leyes obsolescentes del mercado que denuncio. Un sentirme perdido entre la gente buscando, solamente, el rastro de mi olor.
Porque las colonias huelen distinto según quien se las ponga, un maridaje exitoso entre un aroma y una piel no es fácil de conseguir, y es enervante verse obligado a encontrar otro alternativo, porque no huelen a mí y su olor me resulta tan invasivo, atronador y molesto como dormir con un extraño. Debería existir una oficina de reclamación de aromas perdidos donde denunciar estas arbitrariedades del mercado. Antes de regresar al Nenuco.
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