Albert Rivera, hijo ideológico de la derecha tradicional, parecía nacido para renovarla y traer nuevos bríos llenos de actitudes modernas y un toque cool. Como la mayoría de jóvenes conservadores europeos, no duda en abrazar las libertades traídas por otras ideas que en épocas pasadas parecían propias de la izquierda irreverente: laicidad, actitudes desenfadadas, aceptación del aborto y de la sexualidad sin complejos, parejas de hecho… Con este tipo de comportamientos, los más progres de los neocon se han sacudido los corsés de las buenas costumbres y algunos anatemas marcados por el peso de la tradición.
En sus inicios, Rivera se erigió como hombre anuncio en una de sus campañas catalanas. Parecía querer mostrarse tal cual era en plena desnudez, con un púdico gesto que ocultaba su rincón más íntimo. El resto de su anatomía frontal quedaba a la vista exhibiendo juventud, buena constitución y algo de gimnasio, como hoy es menester. Rivera ha recuperado aquella actitud donde exhibía su vanidad juvenil en un tiempo donde sería de esperar madurez personal y política. Así lo demuestra su forma de resolver conflictos internos dando portazos a cada salida del partido de sus fichajes estrella. El líder de Ciudadanos se empeña en mantener cerrados los canales de interlocución con las demás fuerzas políticas. Tampoco el Rivera actual da la talla, ni a su derecha ni a su izquierda. En pleno período de constitución de gobiernos clave como el de la Comunidad de Madrid y el Gobierno de España, se enfurruña e incumple con su obligación de reunirse con quienes tienen que intentarlo. Se empeña en discutirle al PP la jefatura de la oposición ignorando los escaños que su partido obtuvo, por debajo de los del partido de Pablo Casado, en una actitud de cerrazón y negación de la realidad que empieza a ser enfermiza. Tampoco se siente concernido por la carretera cortada en que se ha convertido la gobernabilidad de la Comunidad de Madrid, donde ha impedido una alianza de derechas, en una nueva pataleta infantil. Y pone la guinda con el rechazo a mantener un encuentro con el candidato a la presidencia de España que tuvo más votos en las elecciones del 28A, Pedro Sánchez, para más inri, presidente en funciones.
Tendrá que hacérselo mirar. Nadie es lo suficientemente bueno como para merecer su atención. Desprecia a quienes le advierten de sus errores dentro de sus filas y se viste de líder inalcanzable y único ante sus homólogos de otros partidos. En una rabieta propia de príncipe destronado, vuelve a vestirse de sí mismo para mostrarnos galas donde solo se exhiben miserias. El solo se está metiendo en un callejón sin salida, porque la política de gestos tiene un límite y, sobre todo, tiene un coste. Tal vez cambie de actitud. Mientras tanto, desnudo, se pasea por la Corte.
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