El pasado sábado, La Voz publicaba un análisis de Carlos Punzón titulado Cataluña se parte en dos: C’s arrasa en las urbes y el rural blinda al secesionismo. En él, se mostraba el agudo contraste entre la ciudad de Barcelona y una franja litoral que se extendía por las comarcas colindantes hasta la provincia de Tarragona, en las que el voto a los partidos no independentistas superaba en doce puntos al secesionismo, que se hacía fuerte en el resto de la comunidad, es decir, en la Cataluña rural y menos poblada. Esa división, tanto social como territorial, es lo que subyace al fenómeno Tabarnia, que ha causado furor en las redes sociales. No es una realidad nueva ni desconocida, pero sí cobra una dimensión diferente al ser identificada con un nombre nuevo. Por eso triunfan los neologismos, porque sirven para nombrar realidades que no sabíamos cómo denominar y con ello cobrar una vida que antes no tenían. La capacidad para bautizar lo evidente innominado es un presupuesto ineludible para el éxito, especialmente en una época en la que la información circula a la velocidad de la luz.
Importa más el concepto que la realidad a la que hace referencia, porque una vez que el nombre triunfa, se convierte en la verdad, incluso cuando se contradiga con la evidencia fáctica. Nadie cuestiona lo que subyace a una idea comúnmente aceptada. Es el consenso que hace posible la comunicación, porque si cada vez que hablamos tuviéramos que debatir sobre los presupuestos de cada aseveración, el diálogo sería inviable. El problema es que, sometidos a una presión ingobernable por el elevado volumen de información que nos llega a una velocidad incontrolable, cada vez asumimos más acríticamente nuevos conceptos sin someterlos a un adecuado control de veracidad. Es el fundamento de la posverdad. Importa más la coherencia de la idea con el prejuicio o el discurso previo que la realidad de las cosas. Pasó con Podemos y la casta, y ocurre ahora con Tabarnia como respuesta al desafío secesionista.
Los no independentistas necesitaban un concepto político nuevo que le permitiera hacer frente dialécticamente al secesionismo sin las pesadas adherencias ideológicas del españolismo. Al llevar al absurdo el desafío secesionista, Tabarnia pone en evidencia el cúmulo de falsedades sobre el que se ha montado el mito independentista. Pese a que sus mentiras políticas han quedado al desnudo, dos millones de catalanes han vuelto a votar a Puigdemont y compañía. Es la demostración de que hay un problema social de fondo derivado de un discurso falseado de la realidad que ha calado entre mucha gente porque es coherente con su ansia de una arcadia feliz y su necesidad de encontrar en terceros (léase España) a los culpables de sus males presentes. La batalla del relato no se gana con medidas políticas, y por eso ha fracasado el Gobierno, sino con herramientas discursivas. Y ahí es donde Tabarnia puede resultar un hallazgo impagable. Como planteamiento político es inaceptable, por divisivo e insolidario. Pero por ello mismo, porque pone al secesionismo ante el espejo, puede socavar mejor que nada el relato independentista.
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