Las campañas electorales son lo que son, escenarios para la batalla. Política, pero batalla. Y nadie quiere mostrar la más mínima debilidad. Pero una vez conquistado el terreno, toca asentarlo. Y muy a menudo eso es algo que no se puede hacer en solitario. Se necesitan aliados cuando la presión externa es poderosa. Las de mañana no son unas simples elecciones más. Cataluña, España, e incluso Europa, se juegan mucho. No la integridad territorial, porque por mucho que insistan los independentistas nunca lograrán ese propósito. Pero sí está en disputa el Estado de derecho, el respeto a la ley y una forma de entender la política en la que la realidad se respeta, no se inventa; los problemas se afrontan y resuelven, no se manipulan interesadamente; y los consensos se fraguan a fuego lento, no se disuelven en una guerra tribal.
Se entiende que, en el fragor electoral, cada candidato saque pecho para marcar territorio. Pero el día 22 habrá que quitarse la careta y responsabilizarse de lo que de verdad importa, que haya un Gobierno que respete la Constitución, que cumpla la ley. Ni siquiera es admisible que se prolongue esta situación a la espera de unas nuevas elecciones. No puede convertirse en un hábito la repetición electoral, porque en España no hay un sistema de doble vuelta. En un sistema parlamentario es obligación de los partidos remover las barreras del entendimiento para encontrar la mejor solución posible, no necesariamente la ideal, a los problemas. Si no hay mayoría independentista, ese será el deber de Arrimadas e Iceta a partir del jueves: hacer posible la formación de un Gobierno que devuelva a Cataluña a la senda de la normalidad.
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