Los cuatro valientes que hace un año defendíamos la activación preventiva del artículo 155, no lo hacíamos por placer, ni pensando que era fácil, ni razonando con las vísceras, ni por creer que los sentimientos carecen de importancia. ¡Nada de eso! Mi posición -sin hablar por los demás- se basaba en que, con los datos disponibles en diciembre, ya era imposible cerrar la crisis catalana sin ejercer -con suficiencia- la autoridad del Estado, y en que todo lo que iba a suceder desde entonces solo podía servir para llevar la revolución a la calle, emponzoñar la situación hasta hacerla inmanejable, adoptar decisiones institucionales de difícil reversibilidad, y generar un caótico enfrentamiento entre dos legalidades.
Salvo que hablemos de una trágica e irresponsable cobardía, nadie sabe por qué se confundió la naturaleza del artículo 155 -que es preventiva, política y de absoluta normalidad constitucional-, con una disposición de carácter curativo, represor y más excepcional que el derecho penal.
Y por eso estamos en esta situación en la que la Justicia se pasea por el procés como un potro salvaje -es decir, sin plan de carrera y haciendo cabriolas imprevisibles-, mientras la política -que es el arte de conducir a las masas hacia la cooperación, el orden y la paz- sigue inédita hasta hoy.
Lo sucedido desde enero puede resumirse en que toda la iniciativa fue de Puigdemont, que aún puede recibir el 155 -¡vaya ridículo para el Gobierno!- con una traca electoral. Hemos internacionalizado esta crisis hasta límites degradantes; y hemos permitido el artificio de una legalidad paralela -muy caótica para ciudadanos y empresas- que dio visos de arquitectura revolucionaria a la trapallada.
También hemos perdido -con grave deslegitimación del Estado- el relato y la imagen; hemos malgastado el prestigio de las Fuerzas de Seguridad; hemos sido impotentes para frenar su atrabiliario referendo y sus prediseñadas consecuencias; hemos visto proclamar una república independiente dentro de un Reino indivisible; hemos comprobado lo tardía y heterogénea que es la acción de la Justicia, que ataca por los pies y deja vivas las cabezas; y hemos visto cómo -a la fuerza, en el momento escogido por Puigdemont, y con la timorata y confusa actitud del Gobierno y los partidos constitucionalistas- se trata de activar un 155 ya desvirtuado, a todas luces insuficiente y con pronósticos más que dudosos.
Yo sabía que esto iba a acabar así porque Puigdemont se lo contó mil veces a quien quiso entenderlo, y porque a todos nos enseñaron que, una vez cruzado el Rubicón, la vuelta atrás solo es una quimera.
Por eso hoy, cuando todo huele a desastre, tengo derecho a decir -y digo- que yo no tuve la culpa, ni me chupé el dedo, y que me duele vivir en un país tan portentoso, que gusta de bailar encima del taburete, con la cuerda atada al cuello.
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