En presencia de un intento de asesinato, se trata de evitarlo a toda costa. Después, ya se analizarán las circunstancias y se tomarán las medidas que corresponda. Es lo que toca hacer ante el desafío secesionista, actuar con diligencia para evitar la comisión de un delito para el que se tiene fecha fija y cuyos preparativos se anuncian a bombo y platillo, a la cara de todo el mundo. Y no se trata de un delito menor. Al contrario. Es un intento de destruir el ordenamiento legal vigente y romper un Estado aprovechándose, además, de todos los resortes del poder que les han dado los ciudadanos a quienes lo detentan. Y eso constituye el mayor ataque imaginable en un sistema democrático. Por eso, lo urgente es parar el golpe. Y hacerlo con tanta firmeza como proporción. El Estado dispone de herramientas suficientes para impedir el delito. Basta con usarlas en el momento adecuado y en la justa medida. Porque no se trata de sobreactuar y reaccionar de tal forma que acabemos matando al asesino... y a la víctima. Tan malo sería esto como indecente es mirar para otro lado pretendiendo que todo es un juego y que no pasa nada. Quienes buscan pretextos para no intervenir demuestran con su equidistancia el escaso valor que conceden a lo que está en juego, la legalidad y la legitimidad democrática. Porque una vez detenido el golpe, se podrá discutir sobre las reformas pendientes, porque el inmovilismo no es solución. Pero hacerlo antes solo sirve para dar oxígeno a los secesionistas, expertos en la tergiversación y la manipulación.
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