EL SOL SOBRE VIENA. Richard Linklater rodó en 1994 la primera entrega de una de las trilogías más célebres de los últimos tiempos, que fue completada por las también extraordinarias «Antes del atardecer» (2004) y «Antes del anochecer» (2013) y cuenta la historia de amor de dos muchachos, Jesse y Céline
01 jul 2024 . Actualizado a las 18:58 h.A veces son los besos que no llegan a destino los que con más viveza martillean la conciencia y el recuerdo. La idea de intimidad que nace y muere, sin hacerse carne estallando suavemente contra el amado o el gustado. Las carreteras platónicas que serpentean en el corazón y que, por intransitadas, mantienen para siempre el brillo esquirlado del asfalto incorrupto. Hace tres décadas, dos jóvenes tristes y confusos se bajaban de un tren de traqueteos roncos y se pasaban un día entero con su noche entera recorriendo Viena.
Ella, muy francesa y muy rubia y muy profunda y muy dulce sin pretenderlo. Él, un poco yanqui y un poco altivo y un poco pomposo y un poco magnético, también sin pretenderlo. Los rizos de ella son un trigal. Se mecen al viento con ritmo y compás de vals antiguo. De vals vienés. Los pelos de él son lacios y relampagueantes (un poco por el sol, un poco por una finísima capa de estilosa grasa). Forman una perfecta pareja de desconocidos íntimos.
EL AMOR EN CÁPSULA
Hace 30 años, el director Richard Linklater reimaginó, con las angelicales fachas de Ethan Hawke y Julie Delpy como lienzo, un motivo presente, pasado y futuro. Las preguntas que ya habían sido elevadas, muchos lustros atrás, por el David Lean de Breve encuentro. ¿Puede el amor de un día ser inmortal? ¿Se puede encapsular toda una vida de lágrimas y roces y sonrisas en el chisporroteo infinitamente efímero de una mirada? No son, desde luego, interrogantes menores. Cualquier película enclenque, apocada, acomplejada o mediana saldría flotando en escabeche del lance de plantear cuestiones tales. Pero, de aquellos andenes británicos blanquinegros, estos coloreados vagones austríacos. El ayer y el hoy y el mañana se acoplan en un ejercicio de desgarro casi perfecto.
Muchos son los diminutos detalles que hacen de esta obra una extraordinaria rareza. Un saliente en la planicie de aquellos esmirriados noventa —que, sin embargo, comparados con los secarrales dosmiles parecen tiempos de bamboleo orondo—. Antes del amanecer, el primer peldaño de una trilogía que sabe ser sabia y savia, no es sino una suma de pedacitos. Como hicieran Hansel y Gretel, Jesse y Céline caminan por lugares extraños dejando a su paso un tembloroso reguero de migas de pan. Porque, aunque los dos saben el final de la historia, aunque han enlazado sus destinos en el altar amargo del adiós seguro, una agitada vocecilla dentro de ellos pide encontrar una grieta. Un pasadizo que permita volver atrás y no ser para un rato ni ser ceniza al viento. Sino ser para siempre y ser si acaso el propio viento. La posibilidad de vivir en una noria con atardeceres o en una tienda de discos con Kath Bloom cantando dentro de un vinilo. De vivir dentro de los 23 sin asomo alguno de la sombra de los 24 y no digamos ya de los 30 o de los 40 o de los 50. Vivir bajo las Lunas que alumbran lo justo para saber enfrente la piel perfecta del otro entre enmarañadas briznas verdes.
Tiene este primer ejercicio de la trilogía un espíritu parecido al de esos niños atolondrados o soñadores que, confrontados con la infame pregunta «¿Y tú qué quieres ser de mayor, niño?», responden algo así como que por la mañana vaqueros, al mediodía astronautas y por la noche piratas. La veintena larga y vagabunda de Jesse y Céline se delinea como un laberinto imposible de atravesar. Hay mil caminos y mil requiebros y mil trampas. El atajo más evidente es entonces replegarse hacia las ilusiones. Ambos se creen o quieren creerse capaces de cambiar el mundo. De pisar la tierra con una gravedad distinta al resto de los mortales. Se disfrazan con el romanticismo loco, ingenuo y un poco tierno del que, aunque acaba doblegado, encuentra consuelo en haber vendido cara su piel. En no haberse puesto la corbata sin antes haber sido un poco punki y haber tonteado con la idea de que todo es secretamente fascista. El conocimiento de ese forcejeo con el universo da a los Jesses y Célines del mundo una especie de conciencia secretamente indómita incluso cuando llega el tiempo de claudicar, que aunque se pueda ser postergado no puede ser, en término último, esquivado. A todo rebelde le llega su causa.
LAS PRIMERAS ESTUPIDECES
Antes del amanecer es también, por lo tanto, un canto a las primeras estupideces meditadas. Los veinte son una edad para saltar del tren, dormir sobre el pasto e implorar el amor peliculero del primer guapillo o guapilla que se cruza en el camino. Ya se ocupará el mañana de pugnar con los mareos de la resaca. Hoy, un culín más de vino. Y para qué dormir. Ya duermen por mí los muertos. Congela la película ese momento en el que, como todo importa demasiado, es necesario, para sobrevivir, fingir que nada importa. Los nihilismos superficiales que ocultan, en realidad, el miedo a la niebla. El pavor a caer donde otros, antes que tú, sí consiguieron mantenerse en pie.
No falta casi nada en el fresco en movimiento que es esta gran obra de alma un poco (o un mucho) vieja. Sabedores de la finitud del enlazado perfecto que son sus manos, los protagonistas rebañan los segundos como el glotón rebaña las natillas. Y la despedida, entre angustias y mundos recién nacidos que de repente se desparraman, llega con las primeras lumbres de un sol frío. Que no es vienés, que es austríaco. No saben qué decirse en ese cruce final de pupilas porque, en realidad, tienen todo que decirse. Tienen todo que pelearse y todo que reconciliarse y todo que confesarse. Pero el tren que los unió ahora los separa. Cruza el aire una promesa. Un ¿y si? ¿Por qué no?, que desde luego no es de mentira porque es de sentimiento puro, pero no es de verdad porque es de ingenuidad completa. Así que el traqueteo todavía vienés transporta hacia el hasta nunca los rizos dorados de ella. Se quedan los mechones grasos de él todavía más lacios. Es la languidez del corazón roto. Momentáneamente sostenido por las puntadas débiles de una esperanza ilusa. El amanecer ha llegado.