Como cada año, las celebraciones de los Premios Princesa de Asturias marcan un punto fijo en nuestro calendario desde el cual tendemos de modo inevitable a contemplar y evaluar lo sucedido durante los doce meses precedentes. Y, desde ese punto de observación, resulta igualmente inevitable sentir una cierta sensación de vértigo cada vez mayor ante la rapidez y el alcance de los acontecimientos que pueden llegar a encadenarse en un periodo tan breve de tiempo, en términos históricos, pero también de impacto directo sobre nuestras vidas. Así nos sucedió con la irrupción de la pandemia, con la experiencia de la lucha contra el virus y sus secuelas y ahora con un panorama global sacudido en apenas unos meses por hechos como la invasión rusa de Ucrania y sus consecuencias geoestratéticas, humanitarias y económicas, la amenaza de una recesión económica alimentada por la crisis energética y la inflación o el acceso de la ultraderecha al gobierno de un país de nuestro mismo ámbito geográfico y político.
Pero también sucede que, cada año, los Premios Princesa de Asturias despliegan contra esas preocupantes y aceleradas derivas una referencia que nos permite orientarnos, no perder el rumbo. Porque, a través de la diversidad de cada uno de las personas o las entidades galardonadas, estos Premios representan la estabilidad y la firmeza de unos ciertos valores contra el trasfondo cambiante del decurso de los acontecimientos. Los valores de la cultura, el conocimiento, el diálogo, la solidaridad, la democracia, la esperanza en el futuro y la confianza en la pervivencia de lo mejor del pasado en el legado del humanismo ilustrado: puntos cardinales para diseñar el mapa de un presente y un porvenir muy distintos al que los hechos dibujan en este preciso momento.
Esos puntos cardinales están en la palabra y el lenguaje, utilizados como palanca para el cambio político y de mentalidades, para el diálogo y la lucha contra todo tipo de tiranía, como en la labor periodística y ensayística de Adam Michnik, o en la creación teatral entendida como un poderoso elemento de reflexión, pensamiento y acción, a la manera en que la concibe Juan Mayorga.
Están en la investigación rigurosa del pasado arqueológico como testimonio veraz para reconstruir la historia y convertirla en un cauce de entendimiento entre culturas, según la practica Eduardo Matos Moctezuma; o en la investigación científica que tiende puentes entre la inteligencia humana y la inteligencia artificial, en un proceso del que podemos esperar una poderosa retroalimentación de nuestras herramientas del conocimiento, tal y como están desbrozándolo los trabajos de Geoffrey Hinton, Yann LeCun, Yoshua Bengio y Demis Hassabis.
Están en la iniciativa privada que se moviliza para promover la economía circular, el aprovechamiento de recursos, la conciencia medioambiental y la implicación de las instituciones internacionales, empeños en los que Ellen Macarthur está consiguiendo pasos cruciales desde la fundación que lleva su nombre. O en el compromiso profesional de arquitectos como Shigeru Ban, que pone su extraordinario talento al servicio de las personas que se han visto desprovistas del más elemental refugio en situaciones extremas, desde una visión humanista y sostenible de la disciplina en la que ha adquirido reputación mundial.
Y desde luego, están los valores de la creación artística que preserva y rescata el fondo más ancestral de una cultura, los hace universales y los proyecta hacia el futuro, así como Carmen Linares y María Pagés lo hacen con las raíces profundas del flamenco; y los mejores valores del deporte, entendido como una actividad humana que no solo no encona la rivalidad entre los pueblos, sino que integra, que crea vínculos, que es capaz de aliviar la situación de las personas que se ven en situación de máxima vulnerabilidad, como los deportistas que integran el equipo auspiciado por la Fundación Olímpica para los Refugiados.
Desde la realidad tangible de su trabajo y de sus logros, cada una de estas personas y entidades nos permiten concebir la esperanza de un mundo muy distinto al que tenemos ahora mismo frente a nosotras y nosotros. Más allá de la justicia del reconocimiento que les brindamos desde Asturias, su presencia entre nosotras y nosotros estos días nos concede el privilegio y el honor de compartir de cerca con ellos sus opiniones, sus puntos de vista, su energía y las motivaciones por las cuales han conseguido precisamente lo que han conseguido. Y más allá de la admiración o del aplauso, más allá del premio que recibirán en la gala del teatro Campoamor, creo sinceramente que el mejor reconocimiento para ellas y ellos es abrirnos a que su ejemplo nos alcance, nos llegue y nos contagie.
*Ana González es Alcaldesa de Gijón