Ruto se ha presentado en campaña como el campeón de los pobres y azote de la política tradicional en la que creció
16 ago 2022 . Actualizado a las 14:54 h.William Ruto ha sido el ganador de las elecciones presidenciales de Kenia del 9 de agosto por un estrecho margen tras una campaña en la que se ha presentado como el candidato del cambio pese a llevar dos mandatos como vicepresidente del país.
Esta contradicción concuerda con los vaivenes políticos de Ruto, que ha pasado de defender el sistema político de partido único a presentarse como una opción progresista, de ampararse alternativamente en las dos principales familias polítcas de Kenia, de pasar de la más absoluta pobreza en su infancia a millonario latifundista con hoteles en propiedad.
Ruto comenzó su vida yendo a la escuela descalzo y no tuvo su primer par de zapatos hasta los 15 años. Vendía pollo y frutos secos al borde de la carretera en el valle del Rift, en el este de Kenia, donde tienen presencia los Kalenjin, la etnia a la que pertenece Ruto y la tercera más numerosa del país.
Por eso su primera candidatura presidencial tenía como argumento principal la defensa de los pobres y de los jóvenes «dinámicos» bajo el lema 'Kenya Kwanza', Kenia Primero en suajili. Casi el 40 por ciento de los jóvenes de entre 18 y 34 años no tienen empleo, caladero principal de votos de la campaña de Ruto por una «nación dinámica».
Ruto es un político de carrera que comenzó en las juventudes del partido Kanu, el más importante tras la independencia de Kenia de Reino Unido. Entonces, asegura el propio Ruto, fue apadrinado por el entonces presidente Daniel arap Moi y trabajó en la movilización de votantes para las primeras elecciones multipartidistas de ese año.
De entonces data su reputación como orador elocuente que atraía a miles de personas a los mítines y destacaba en las entrevistas con la prensa. La muletilla «Amigo mío» que utiliza aún para comenzar sus frases le sirve para conectar con los votantes y para desarmar a la oposición.
Tras varios bandazos entre las dos grandes familias políticas kenianas, la Odinga y la Kenyatta, logró hacerse con puestos ministeriales y en el 2013 abandonó a Raila Odinga y selló una extraña alianza con Kenyatta que le convirtió en su 'número dos', en su vicepresidente.
Ambos coincidían en la necesidad de atajar el proceso abierto en el Tribunal Penal Internacional (TPI), en la que estaban acusados de crímenes contra la Humanidad por la violencia postelectoral del 2007, que se cobró más de 1.200 vidas. Las acusaciones contra Kenyatta se retiraron en el 2014, y las de Ruto, en el 2016.
Sin embargo, cuando todo parecía preparado para que Ruto fuera el sucesor natural del presidente saliente, Kenyatta, este optó en el 2018 por apoyar al líder de la oposición, Raila Odinga, para los comicios del 9 de agosto. Desde el entorno de Kenyatta acusaron de insubordinación a Ruto y dijeron que «no se puede confiar el él» para dirigir el país.
Ruto, amparado por la Constitución que impedía su destitución, siguió en el cargo y atribuyó las diatribas a que él y Kenyatta «vemos la política de forma diferente». Ya en campaña, Ruto dijo que Kenyatta apoyaba a Odinga porque buscaba un «presidente títere».
Se presentó así por primera vez en campaña como millonario, político con experiencia y empresario con numerosas tierras y negocios agrícolas, ganaderos y avícolas. Tiene amplias propiedades en la zona occidental y costera de Kenia y también ha invertido en la industria hotelera.
Este enorme patrimonio ha levantado sospechas de corrupción y en el 2013 tuvo que devolver un terreno de 40 hectáreas a un agricultor que le acusó de apropiarse de esas tierras durante la violencia electoral del 2007. Él siempre ha negado que hubiera cometido ningún delito y ha apelado a los votantes con la promesa de mejorar sus vidas, igual que logró hacer él.
Ello no le ha impedido presentarse como el campeón de los pobres, una opción de cambio, antisistema, frente al poder establecido, contra la élite política y económica, criticando a las dinastías políticas a las que no dudó en apoyar para medrar políticamente.