El sueño cumplido de Laura: «La oportunidad laboral de mi vida me llegó en la baja maternal, criando a mi hijo como madre soltera»
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Fue cuidadora en un cole, monitora de vela y clienta misteriosa antes de entrar en el CSIC. Después se fue a Oxford a vigilar la salud del mar en el proyecto pionero Eyes of the Sea. Volvió a Galicia y sacó la plaza de inspectora de pesca y, en plena pandemia, cumplió el gran sueño de su vida tras dar a luz. Laura Fontán, Baltasar Montaño, Eva Vilachá y Cris P. Sobrín suscriben el lema «Lo dejé todo por mí»
11 may 2022 . Actualizado a las 22:55 h.Laura no está de brazos cruzados en la vida. Laura se fue siempre que pudo donde quiso, donde la llevó su vocación. Hoy, esta oceanógrafa pontevedresa de 41 años compagina la crianza como madre soltera de su niño de un año con su trabajo en la Agencia Europea de Control de la Pesca, con sede en Vigo, en el que es el puerto pesquero más grande de Europa.
Laura Fontán Bouzas peleó duro para ganarse el pan que de algún modo trajo su hijo bajo el brazo, con su pasión por el mar como motor y el apoyo de sus hermanos y de sus padres siempre soplando a favor de su objetivo. Apasionada del medio ambiente, estudió Ciencias del Mar en la Universidade de Vigo. Y su pasión fue creciendo a medida que estudiaba la carrera e iniciaba proyectos de investigación en la Universidad de Valencia. Empezó en estos gracias a su profesor Javier Alcántara, «un gran referente», subraya, que alentó su carrera investigadora.
Seis años después de acabar la carrera en el 2006, Laura tomó el timón de su travesía laboral. Se fue a una Barcelona que la acogió con ganas y ella, a cambio, le dio todo, porque trabajó de todo cuanto pudo, sumando una variada experiencia a su mochila: cuidadora en el comedor de un cole, camarera, profesora de vela, consultora ambiental, cliente misteriosa... ¿Y eso? «Cuando estaba sin trabajo, veía todos los días un programa de La 2 para buscar empleo. Ahí fue donde vi el anuncio de cliente misteriosa en grandes marcas», detalla. De todos esos trabajos aprendió algo; de todos sacó algo bueno, asegura. Estuvo a punto, incluso, cuenta, de apuntarse a un trabajo para quitar piojos a niños pequeños porque se pagaba bien. En tierra se trabajó mucho lo de vivir examinando el mar.
Barcelona compensó su esfuerzo. Allí encontró la oportunidad de oro de entrar en el Centro de Investigaciones Marinas del CSIC trabajando en un proyecto europeo «que consiste en aproximar la parte social a la pesca». «El objetivo general del proyecto, abordar las necesidades de las sociedades, y al tiempo, garantizar tanto la salud del ecosistema marino como el bienestar humano a largo plazo».
Su sueño, desde el principio, era llegar a la Agencia Europea de Pesca, y sus pasos convirtieron en realidad esa ilusión. «La agencia es una institución referente en al ámbito de la pesca a nivel europeo e internacional. Su misión consiste en promover las normas comunes de más alto nivel en materia de control, inspección y seguimiento en el marco de la política pesquera común. Trabajar aquí es la mejor oportunidad para desarrollar mi carrera, aportar mi experiencia y aprender de otras personas con amplia experiencia en el sector de la pesca y su gestión», destaca.
Ver el mar... ¡desde oxford!
Antes de cumplir su gran sueño, Laura opositó para ser inspectora de pesca. Y aún antes, se fue al Reino Unido. El supervisor de la tesina que hizo en Barcelona, Philippe Cury, «otro referente», le habló cuando estaba en el CSIC de una oportunidad en Oxford, en el proyecto Eyes of the Seas (‘Ojos del Mar’), en el que colaboraban una empresa con fondos del Gobierno del Reino Unido y la oenegé Pew Charitable Trusts. «Me dieron un mes para decidir... ¡y me fui!», resume. ¿Y el inglés? «Beíña, una chica de Dorrón, que me ayudó muchísimo, me puso en contacto con la comunidad gallega. De hecho, ¡aprendí a tocar la pandereta en Oxford!», revela quien compartió alguna velada gaiteira con Carlos Núñez. «Fueron dos años en los que me sentí acogida. Trabajaba mucho, pero esa experiencia me ayudó a dar un impulso a mi carrera, a viajar, a conocer más la pesca a nivel internacional». Su trabajo, aclara, no era poner multas, «sino utilizar la tecnología satelital y algoritmos para detectar posible pesca ilegal a nivel mundial, y colaborar con los Gobiernos o las oenegés para informarles de lo que está pasando en sus aguas».
Con el brexit, Laura se planteó volver. Dejó su trabajo y se vino a Galicia a opositar. «Y aprobé en el 2019», resuelve. Consiguió la plaza de inspectora de pesca en Pontevedra. Pudo escoger, y escogió quedarse en casa. Y cuando tomó posesión de su plaza se decretó el confinamiento por la pandemia. «Pero nuestro trabajo no paró. Y encontré muy buen ambiente, compañerismo. Lo que más me gustó fue que todo el trabajo se hace en exteriores, es trabajo de campo. Conocí en puerto el trabajo que hacía desde satélite», explica.
La maternidad le cambió la vida como lo hace siempre, pero en plena pandemia. «Una vez que nació mi hijo, en la baja maternal, vi la posibilidad de presentarme a unos proyectos en la Agencia Europea de Control de la Pesca, que siempre fue mi sueño. Encontré la oportunidad de mi vida buscando en su página web. Me volqué en prepararme, mientras cuidaba en casa a mi niño. Repasaba el inglés, estudiaba los temas... y, como es algo que me apasiona, tampoco me costó mucho trabajo». Aunque a ese trabajo sumó el de cuidar a su pequeño. Hoy, su risa suena a ilusiones repuestas, a ese cansancio de las jornadas que no acaban, a una libertad ganada día a día a pulso laboral y doméstico. «Mi sueño era entrar en la Agencia Europea de Pesca y llegó en la baja maternal». Lo logró criando a su hijo como madre soltera, tras una ruptura de pareja. Laura hoy está entera, entregada (todo lo que su hijo la deja) a su pasión por el mar.
El salto mundial de Baltasar Montaño: «A los 45 dejé de trabajar para vivir viajando»
Fue periodista económico antes de lanzarse a vivir sobre la marcha por el mundo. A los 45 se acogió a un ERE, se tomó un año sabático y a la vuelta cumplió su sueño: vivir sin trabajar hasta que llegue el momento del retiro. El autor de «Sin billete de vuelta» nos cuenta cómo lo hizo
Ana Abelenda
El periodista que fue durante 25 años le dio unas vueltas al lápiz y la cabeza, y se sentó a pensar para tomar impulso. Baltasar Montaño (Puebla de Sancho Pérez, Badajoz, 1971), que sabe lo que es viajar en business y también con lo justo, quería escribir la segunda mitad de su vida de otra manera. Le dio forma al sueño, dejó el trabajo y se echó a rodar ligero de equipaje pero con un colchón (no es literal). Ese giro de timón de Baltasar nos invita a viajar (a nosotros desde el sitio) en Sin billete de vuelta (Círculo de Tiza). A los 35 años, empezó a madurar un plan. «Yo lo llamo Plan de Ataque. No fue un plan repentino que tuviera de un día para otro. Fue un plan que se diseñó con tanta antelación que hubo momentos en los que ni siquiera me lo tomaba en serio», confiesa.
Este contador de historias que crece en movimiento se especializó en periodismo económico, y le fue bien. «Pero, como desde jovencito me gusta mucho viajar, pensé: ‘¿Por qué voy a estar toda la vida trabajando?’. Eso de vivir viajando puede estar bien...».
Baltasar aún sigue de cerca la información económica, cada vez desde un lugar distinto. El movimiento es una forma de estar, y de ser. «Dejé el diario El Mundo de forma voluntaria, en un ERE, después de 14 años, y fue una pasta. Me fui de año sabático a Australia y Nueva Zelanda. Y, al volver, me incorporé de nuevo a un trabajo como periodista económico en Vozpópuli. Y ahí fue, con 40, cuando lo tuve claro. En un plazo de diez-doce años, lo que hice fue invertir en una buena vivienda en el centro de Madrid y ahorrar dinero y, gracias a eso, he podido dejar de trabajar. Dejé de trabajar única y exclusivamente por una cuestión vital: quería disfrutar los 20 o 25 años que me quedan hasta mi retiro», revela.
Hoy, Baltasar Montaño se dedica a vivir y a viajar sin billete de vuelta. Cosidos a su sombra lleva cinco años viajando sin parar, «sin billete de vuelta y sin trabajar», subraya. Tiene un blog (elblogdebalta.wordpress.com) por el que no recibe ingresos, en el que va escribiendo por el placer de contar.
El covid le hizo volver de México porque, de quedarse allí, lo haría de «ilegal». «Es el único país del mundo que yo conozco que te da seis meses de turista con tu sello en el pasaporte. Suelen darte tres», comenta. Tras ese semestre en México, se refugió en España, en plena pandemia. «Llegué en abril del 2020, en el peor momento», cuenta. La editorial Círculo de Tiza digamos que lo fue a buscar. «A mí me gustaba mi vida, tenía una buena posición, un buen trabajo y vivía muy a gusto en Madrid, viajaba mucho..., pero siempre he pensado que no voy a estar 45 años trabajando».
La segunda parte de su vida quiso (y así hizo y hace) dedicarse a gastar sus energías, «gestionándolas en plenitud de su capacidad física y mental». Lo que tenía muy claro era que no quería postergar su deseo de vivir viajando sobre la marcha «a los 67 años». «Es una opción que puede parecer chulesca y petulante», admite. También realista, ¿cómo irse a la aventura por el mundo cuando el cuerpo tiene ya edad de empezar a quejarse y fallar?
La otra cara del coraje en el salto es la renuncia. «Yo al decidirme a vivir así, sin billete de vuelta, he cedido en muchas cosas, como en comodidad». Ahora vive con un sueldo autoasignado de unos 1.500-1.700 euros al mes, «que no está mal para viajar, pero sí muy lejos de lo que percibía como jefe de Economía o como periodista de investigación», concede.
UNA MOCHILA DE 12 KILOS
Todo lo viajado le permite concluir, sin miedo a equivocarse, que «en España se vive muy bien». Quizá hay que alejarse para ganar perspectiva y apreciarlo. Marcharse es una forma de querer.
Del valiente giro que le dio a su vida hace un lustro, que arrancó con un viaje a Colombia, donde conoció los laboratorios de coca escondidos en la jungla y aprendió a bailar la champeta en «las fogosas noches de negritud norteña», se trajo muchos secretos. Dejó también algunas cosas por el camino, que fue haciendo a su manera con una mochila de 12 kilos a la espalda.
¿Qué te llevas siempre, qué es indispensable para viajar? «Lo cuento en el arranque del libro para ser explicativo, para que no parezca algo marciano, para favorecer la cultura del año sabático, que está muy interiorizada en muchos países europeos. Al igual que digo que vivo con 1.500 euros al mes, digo lo de los 12 kilos de la mochila. En ella llevo lo básico para que no pese mucho: diez mudas de calcetines, diez de ropa interior, seis u ocho camisetas, un par de sudaderas de entretiempo, un cortavientos de invierno, dos pantalones cortos, mi cámara de fotos, mi pequeño iPad, mi teclado Bluetooth, mi navaja multiusos, a veces una botellita de aceite de oliva porque me encanta cocinar en los hostels, un par de calzados diferentes (uno de trekking, otro para hacer deporte), un bañador, unas gafas de sol, otras de buceo, y cuatro cosillas más. Cuando necesito algo, lo compro. Por ejemplo, si paso mucho frío en la Patagonia, me tengo que comprar una chamarra. Si se me rompen los zapatos, compro otros. Yo no voy descalzo por la vida», comparte. En Asia, en zona tropical, debió adquirir un pantalón largo para poder entrar en ciertos sitios, pero no lleva más de uno de esos en la mochila. Ahora, «si me quedo a vivir en Copenhague seis meses, obviamente, tendré tres pantalones largos mínimo». De la misma manera, que si va al Amazonas, no lleva la hamaca encima, la compra in situ.
Lo práctico no quita lo poético en la crónica de este aventurero que conoce la danza del Mekong y recorrió Vietnam entera... con la moto que se compró en Hanói y vendió, en tres meses.
Desde que no tiene casa ni vida estables —dice quien no acumula sino que exprime destinos—, ha cambiado su modelo de consumo. Sobre la marcha, gasta menos; se ha ido dando cuenta «de la cantidad de cosas que son prescindibles». «Al igual que soy absolutamente prescindible», dice de una pieza este no-padre, pero buen tío de sobrinos.
«Cada vez que vuelvo a España, todos los brazos están abiertos para mí. Y soy un tío que vuelve a España, mínimo, una o dos veces al año. Cuando vuelvo, todo fluye como cuando me fui». La solidez de los hechos alienta su movimiento. Uno de sus más ricos alimentos cuando viaja es «lo imprevisible». «¿Pero sabes una cosa? Va a haber un momento en que me canse...», me comenta, sin haber llegado en absoluto a ese punto.
Su cabeza ya se enfoca en vivir otros seis meses en México. Y la siguiente parada será África. «¡A ver cómo salgo de África! No voy a poder terminarla, porque la mitad de los países africanos no se pueden ni pisar...». Poderoso reto.
Sin billete de vuelta es una aventura copiosa, no una colección de viajes metralleta. En ella se ve el paisaje físico, el humano, el inhumano, y la vida de la gente que Baltasar ha ido conociendo. «Cuando explico, por ejemplo, por qué los lady boys, la transexualidad, están tan aceptados en Tailandia, cuando en Europa estamos con el debate abierto, esto es real. Me lo he encontrado en mi viaje, como la prostitución», afirma. Su forma de retratar esas sombras es un mordisco en el corazón de los prejuicios. Este viaje se disfruta y se sufre, como la vida...
En su crónica hay literatura, arte, cine, pero no ficción. «Todo es real». A veces, algo está cambiado de sitio, avisa. Él conoce una eficaz vacuna contra la aversión al cambio, y nos invita a ponérnosla, a jóvenes y no tan jóvenes. Lanzarse. Sin miedo.
El suyo es un sueño mundial. Viajar es siempre un comienzo.
Eva Vilachá, de Galicia a Holanda en plena pandemia: «Yo lo dejé todo por mí por lo menos tres veces»
Eva es una persona de las que se mueven mejor fuera que dentro de su zona de confort, aunque sus principios en Holanda fueron «un chasco», un jarro de realidad sobre la imaginación. En la Universidad, esta ferrolana graduada en Publicidad se había ido de Erasmus a Italia. Se fue sin saber italiano, pero no le costó aprenderlo. «No es lo mismo que me está sucediendo en Holanda... Yo tenía idealizada la idea de vivir en un país extranjero, y es duro», admite.
Italia no había supuesto para ella «un shock cultural». Holanda lo es. En cuanto terminó la carrera (por empezar por el principio), Eva Vilachá (Ferrol, 1995) se enfocó en Barcelona, con el deseo de hacer un curso de creatividad. Y allá se fue con una compañera de Ribeira a la que conoció en Pontevedra. Encontró trabajo como ejecutiva de cuentas en una empresa de publicidad de Barcelona. «Estuve nueve meses de prácticas y me contrataron», cuenta. En Italia se había dejado un año de su vida y una relación con un chico que mantuvo un tiempo a distancia. «Pero no teníamos un futuro común», zanja sin drama.
Barcelona la recibió con distancia, que fue cediendo hasta convertirse en ciudad amiga. Durante los tres años que estuvo allí, no dejó de viajar en voluntariados, que se pagaba con los ahorros que le permitía el sueldo. En esos veranos se fue a Kenia y a la India. «Me cambió el chip. Sentía que lo mío era algo más social que comercial».
A la vuelta de esos voluntariados, llegaba la estación de «la crisis existencial». Y entonces el coronavirus lo paró todo. Eva se encontró en Barcelona, lejos de la terriña, confinada con sus compañeras de piso, en modo teletrabajo. «Con el covid, la crisis existencial creció. Y en junio, acabado el encierro, decidí dejar mi trabajo, porque tenía la espinita de irme a vivir fuera y aprender el inglés», continúa.
Dejó Barcelona en el verano del 2020 y se vino a Galicia a pensar. «A decidir el paso siguiente», expresa. Descartó el Reino Unido y se decidió por Holanda, que había conocido el noviembre anterior. «Mi amiga Bety estaba en una situación similar a la mía. Un día, quedamos a comer en Lugo y dijimos: ‘¿Por qué no Ámsterdam?'. Es internacional, se habla inglés y hay posibilidades de trabajo». A esa ciudad cómoda, íntima, accesible, «grande, pero donde conoces a la gente que ves por la calle», llegaron en noviembre del 2020. En ese momento, una ola de covid sumergía el país elegido en un mar de restricciones. La situación puso a prueba su resiliencia, pero Eva y su amiga superaron la prueba. Le costó cinco meses encontrar empleo. «Lo solucionamos con el paro. Descubrimos que el paro se puede exportar en la UE, tres meses seguro, ampliables», resume. La Embajada española las ayudó. Hace un año que Eva logró un trabajo de lo suyo en Ámsterdam en una agencia de publicidad y eventos. Es la única española de su agencia y también se emplea en Tropikali, festival de música LGTBI+ de Ámsterdam, que le permite canalizar su vocación social. «Donamos a organizaciones que ayudan a refugiados. Así que ahora tengo esa parte social que me faltaba», valora. En verano llevará un corrosco de Galicia a Holanda. «Voy a traer a Baiuca. Quiero que una parte de la música tradicional gallega venga a Ámsterdam», avanza.
«Vida social aquí tengo poca, frente a la que tenía en Barcelona», admite. «Fue más duro de lo que pensaba, pero me siento muy orgullosa de todos los logros hasta ahora». ¿Volvería a dejarlo todo por su deseo de cambiar? «Sí, y aún tengo espinitas, como la de irme a vivir fuera de Europa, a la India, por ejemplo. A mis 26 años, dejé muchas cosas muchas veces...». Hay grandes principios en este final.